Se lo había contado no hace muchas columnas: Duke se vuelve noctámbulo. Y en esa nocturnidad de mi querido amigo, al tiempo que observa el lento discurrir de los minutos en esa pantalla fluorescente, escucha las penas de los radioyentes que, como él, no pueden dormir porque alguna pesadilla realmente acaecida les ha quitado el sueño para siempre, y claman a las ondas su inconfesable pesar sabiendo que su identidad quedará en el más absoluto anonimato, en el mismo éter donde navegan sus llantos. Fue ayer mismo cuando Duke se sumergió en la triste realidad del abuso y del maltrato, de la pederastia y de la infamia más abominable. Una hermosa voz, una tristísima y dolorosa historia. El relato del abuso sexual continuado sufrido a lo largo de su infancia y pubertad, hasta casi adquirir la mayoría de edad. Sarturno que devora a sus hijos. Un corazón envenenado, una mente podrida que, prematuramente, marchita una flor que esté en plena lozanía. Historias que, desgraciadamente, se repiten una y otra vez en nuestra geografía y en todas las geografías donde esté un miembro de nuestra raza. Historias que son protagonizadas por hombres y mujeres, curas, maestros, médicos, arquitectos y también por los que no tienen profesión conocida y que, por pertenecer a su respectivo gremio, no tienen por qué empañar a sus congéneres. Efectivamente, la corrupción de uno, dos o más políticos no tiene por qué estigmatizar en ese sentido a toda la clase política.

La inmensa gravedad de estos hechos no está en la pedofilia, que en sí misma ya la tiene, sino en que tal abominación se realiza valiéndose del estado de autoridad o tutoría de quien la ejerce. Esos niños y niñas confiados a la custodia de profesores, sacerdotes y otros tipos de cuidadores, e incluso bajo la de sus propios progenitores. Esos infantes que, de repente, ven interrumpida su tierna inocencia y arruinada su vida futura por la obsesión patológica y asquerosa de quien les cuida y son sus responsables más inmediatos. Esas criaturas que alcanzarán la adultez y llevarán como una losa la mácula de la indignidad de que fueron objeto. Que superarán el trauma a través de la agresividad, como escudo defensor; que serán incapaces de ver la belleza de este mundo; que se encontrarán ante la infelicidad o la imposibilitad de ser felices; o que, alternativamente, sí lo superarán convirtiéndose en una réplica de sus agresores. Todos ellos convertidos en mayores antes de tiempo, pero que difícilmente llegarán a serlo algún día porque su vida, su futuro, quedaron detenidos y paralizados por culpa de unos miserables desalmados. Si miserables son los autores materiales de este execrable delito, miserables -por omisión- son quienes, conociendo los hechos, los mantienen en el secreto por miedo o por complacencia. Los encubridores, las esposas de los padres que abusan de sus hijos y lo saben; los directores de colegios que conocen estás prácticas; los jerarcas eclesiásticos que saben lo mismo de sus subordinados, y, en fin, todos los que sin participar directamente lo consienten, convirtiéndose de esta forma en cómplices de la felonía. Sin embargo, creemos que el Papa ha encarado este problema con valentía, como también estamos convencidos de que, aprovechándose de esta coyuntura en la Iglesia irlandesa y otras, algunos pretenden desestabilizar la Institución asegurando que todos sus componentes padecen la misma enfermedad que esos paranoicos que fueron capaces de ponerla en solfa. No frivolicemos con esto.