La muerte de Miguel Delibes, no por esperada dado lo avanzado de su edad y su delicado estado de salud, debiera de servir, desde el dolor por tan inestimable pérdida, para llevar a la variopinta corte literaria y política de nuestro solar hispano a una reflexión en estos tiempos de crisis moral. Crisis más pertinaz aun que la económica. Así pues pensamos que él ha sido el último eslabón del noventayochismo, tema éste sobre el que fraternalmente dialogábamos hace unos días con nuestro amigo Francisco J. Lauriño, escritor langreano que acaba de presentar su primer gran obra, «Muñecos de sombras»; novela de la cuenca minera que representa un cosmos simbólico alejado sólo en la apariencia de aquellos que reconstruyera con pericia la maestría de Delibes.

Porque narrar, como forma de sentir y vivenciar (de vivir y convivir), es siempre poetizar, o lo que es lo mismo saber transmutar la vida en tragedia y la tragedia en vida. Esto no lo digo yo, evidentemente, lo dijo y muy bien Aristóteles.

A Delibes, como a Unamuno, le dolía España. Es decir le dolía esa España profunda e intrahistórica que tan bien conocía: la de las viejas historias de Castilla la Vieja. Él, que se pateó la región pechando con barbechos, rastrojos y riberas a fuer de acendrado cazador de pelo y pluma, supo comprender y captar como nadie que nuestra nación es variopinta en países, paisajes y paisanajes; dicho sea esto último sin ninguna connotación secesionista. Pues muy al contrario, el autor al que evocamos penetró en la psicología de sus personajes, tipos y arquetipos casi siempre marginados y marginales, con una grandeza en la doliente ternura de sus retratos que se acomoda muy mal con una lectura simplista en clave de ajada sociología marxista y dualista (léase oprimidos contra opresores). Y precisamente por esto, por profundamente cristiano -que no clerical-, trasciende con su poética todo registro ideológico meramente partidista. Pero no nos engañemos. Delibes comprendió pero también condenó. Sí. Condenó aquella España que tras la Guerra Civil heló no sólo a la otra media, sino a la de sus más fieles vástagos. Ésa a la que a destiempo quieren ahora ajustar cuentas los que hablan de «Memoria Histórica» sin saber lo que es la Memoria y sin saber lo que es la Historia.

Por otra parte, este cronista del alma popular castellana fue un hombre honesto, sensible y austero nada propenso a la vanagloria y a la petulancia a pesar de sus muchos galardones. Y esto último no puede decirse de todos los que conformaron la novelística española de posguerra. Hombre de familia, supo captar la médula esencial de lo femenino que a todos nos habita con el doliente amor melancólico de quien ha perdido su otra mitad. Sus hijos, grandes profesionales, pueden dar fe de todo esto.

Asimismo, y más allá de las tesis de Ortega sobre el tema, captó la íntima y trascendental dimensión etológica de la caza menor que se practica con denodado esfuerzo por mantener un frágil equilibrio con la naturaleza, pues fue un experto cazador de cuadrilla en mano de nuestra celtibérica perdiz roja autóctona; y por supuesto, junto con Félix Rodríguez de la Fuente fue también un verdadero ecologista adelantado a su época, que sabía que todo «progreso» tecnológico en el agro supone una subversión de un orden moral preexistente.

El autor de obras como «El Camino», «Diario de un cazador», «La hoja roja», «Las ratas», «El libro de la caza menor», «Viejas historias de Castilla la Vieja», «Cinco horas con Mario», «La mortaja», «El disputado voto del señor Cayo», «Los santos inocentes», «Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso», «Pegar la hebra», «Señora de rojo sobre fondo gris» y «El Hereje» es pues ya, una vez concluida su vida mortal, un referente poético imperecedero, pues supo cantar en prosa el aliento universal de un cosmos social y existencial llevado al cine en múltiples ocasiones dada la preganancia visual de su narratividad.

Para el que esto escribe, la novelística de Delibes es como un referente familiar. Él es ese bardo al que hay que oír y retener en la memoria biográfica si uno quiere comprender y asumir a sus antepasados. A los parientes más queridos, también a los más odiados. Así lo pensábamos ya cuando glosamos, hace más de veinte años y desde las páginas del incipiente Suplemento Cultural de este diario, la versión teatral de «Cinco horas con Mario» que Lola Herrera interpretara de forma magistral en nuestra «Vetusta». Temática sobre la que hemos vuelto con gozo no hace aún mucho en la revista digital «El Catoblepas» (véase el N.º 82, p. 12). Igualmente lo sentí así cuando le leí a mi padre (también cazador meseteño), ya muy enfermo y en las Navidades del 93-94, dos relatos que flanquearon en su edición original el arriba citado libro sobre la caza menor: «El primer día de la temporada» y «El último día de la temporada». Pues él vivió lo allí narrado y yo le narré lo por él vivido. Así pues Delibes, al sembrar al modo platónico una semilla inmortal, es, ha sido y será la memoria hecha palabra y la palabra como redención? que sufre, que ama y que perdona.