Este mes de marzo deja perlas judiciales extraordinarias, como la de la Audiencia Nacional equiparando las escuchas entre abogado y cliente a la tortura de la Inquisición y varias del Tribunal Supremo a cuenta de Garzón, que más que intentar abrir él una causa general contra el franquismo, parece que es el Supremo el que abre una causa general contra Garzón. La aportación asturiana la hace un juez magistrado con una sentencia en la que no reconoce a un funcionario del Principado el uso del bable en sus solicitudes de permiso laboral dirigidas a la Administración y que ésta había rechazado por ir escritas en dicha lengua. Si este periódico no es tendencioso dando la noticia ni reproduce incorrectamente textos de la sentencia, cabe preguntarse qué le pasa al juez con el bable, con el funcionario recurrente o con ambos.

Desde luego, para defender la legalidad el juez no necesita hacer un juicio de intenciones del funcionario, afirmando que con sus reiteradas solicitudes en bable pretendía «menoscabar el principio de autoridad de sus superiores» y que «parece moverse por el único interés de interferir en el buen funcionamiento de la Administración». Estos desahogos son improcedentes en una sentencia; además, dan pábulo a los que tienen como enseña el bable como lengua sojuzgada. Si a ello se une la incoherencia con sus propios argumentos a lo largo del proceso, alguien podría pensar, llevado por la moda judicial, que el contenido del fallo si no es prevaricación, se le parece bastante.

Cabe recordar que el asunto trae cola, porque cuando el funcionario recurre ante el Juzgado la decisión de la Administración de no tramitar aquellas solicitudes, el juez plantea ante el Tribunal Constitucional una duda que ninguna de las partes había suscitado: si la ley 1/1998, de uso y promoción del Bable/Asturiano, entroniza de manera subrepticia la cooficialidad del bable. Más concretamente, cuestiona el precepto que dispone que «se tendrá por válido a todos los efectos el uso del bable/asturiano en las comunicaciones orales o escritas de los ciudadanos con el Principado de Asturias» (art. 4.2). El juez podía hacerlo, pero el TC le contestó que el precepto es perfectamente constitucional y que de él no se deriva el establecimiento del bable como lengua cooficial, por lo que califica la duda planteada como «notoriamente infundada». El auto del TC cuenta con un voto particular que, pese a discrepar de la decisión adoptada -porque encuentra que puede haber en la ley elementos introductorios de la cooficialidad del bable-, considera también «innecesario el planteamiento de la cuestión para la decisión del caso». El voto señala que «en definitiva, se trata de una cuestión de inconstitucionalidad de carácter abstracto»; por tanto, estima improcedente que la plantee el juez, que lo que debe resolver es la aplicación de la ley a un caso concreto.

Llama la atención que inicialmente el juez se decida por plantear un asunto de gran calado político, pero carente de relevancia para dictar sentencia, y, en cambio, no enjuicie la razón que da la Administración para rechazar los escritos del funcionario, es decir, que el firmante es un «funcionario» y no un «ciudadano», cuando el art. 4.2 habla de la validez de las comunicaciones en bable «de los ciudadanos» con el Principado. Este argumento lo destaca y lo da por bueno el magistrado del TC en su voto particular y, curiosamente, sólo después de dictado el auto que rechaza la tesis del juez, éste se acoge al voto particular para sentenciar en contra del funcionario.

El juez sostiene que lo único que resuelve el TC en su auto es que la ley no introduce la cooficialidad del bable, pero que no se pronuncia sobre si el derecho a emplear el bable ante la Administración ha de entenderse referido también a los funcionarios y, bajo el argumento de que éstos están en una relación de sujeción especial con la Administración, concluye que sólo los ciudadanos en sentido estricto son titulares de tal derecho.

Es muy discutible que esto sea así, pero lo importante es que para apuntarse a esta tesis el juez se contradice gravemente con sus propios postulados, porque, cuando plantea su duda al TC, justifica la relevancia del asunto diciendo que, en caso de considerarse constitucional el art. 4 de la ley, «el fallo sería estimatorio de la pretensión del recurrente». Por coherencia, una vez que el TC le contesta que ese precepto es constitucional, el juez debió aplicar la consecuencia que él mismo consideraba acertada, estimar la pretensión del recurrente, y no la contraria.

Además, la tesis del voto particular al auto del TC y a la que se abona el juez tiene un fundamento tan endeble que no se sostiene, porque no diferencia entre dos posiciones jurídicas muy diferentes, la del funcionario que ejerce un derecho como trabajador y el funcionario que ejerce una competencia como miembro de un órgano de la Administración. La única lengua oficial y válida de comunicación entre órganos administrativos en el Principado de Asturias es el castellano, pero cuando un funcionario se dirige como empleado solicitando un permiso laboral no ejerce una competencia, sino un derecho ante su empleadora y nada tiene que ver aquí la sujeción jerárquica para que quede privado de un derecho ciudadano, que, por lo demás, tiene un contenido mínimo, como es que se dé por presentado el escrito, sin ni siquiera estar obligada la Administración a contestarle en bable.

El Estatuto asturiano obliga a promocionar el bable y el controvertido art. 4 de la ley señala que el Principado «propiciará el conocimiento del bable/asturiano por todos los empleados públicos que desarrollen su labor en Asturias» y que su conocimiento «podrá ser valorado» en las oposiciones en concursos convocados por el Principado. Si es un derecho de los ciudadanos usar el bable ante la Administración, no se alcanza a comprender cómo al funcionario que se le premia por conocer el bable se le priva de su uso cuando simplemente desea utilizarlo como lo haría un ciudadano normal. Tampoco cómo la pretensión de ejercer lo que se considera un derecho se puede interpretar como un intento de «menoscabar el principio de autoridad de sus superiores» y de moverse «por el único interés de interferir en el buen funcionamiento de la Administración».

¡Qué ganas de crear problemas donde no los hay!