Durante el puente de Semana Santa, los más atrevidos ciudadanos (de ciudad) se van a los pueblos, para visitar a los parientes en la tierra de sus abuelos y evocar los agradables recuerdos de la niñez. Después de retomar un contacto circunstancial con la despoblada naturaleza, el día de volver a los humos y al asfalto de la metrópolis siempre nos preguntamos arrepentidos por qué no vivimos de manera permanente en el entorno rural.

Sin embargo, en el año 2025 la mitad de los habitantes de la tierra vivirán en ciudades. ¿Qué inercia lleva a un trabajador del ámbito rural a emigrar para ser reponedor en un supermercado? La dureza de la agricultura ya no es el hecho diferenciador, pues gracias a las nuevas técnicas y la mejora de las infraestructuras la explotación agraria se ha racionalizado. Además, en el mismo entorno conviven otras múltiples actividades económicas, que todas las administraciones dicen apoyar ante la despoblación del campo.

En una encuesta entre estudiantes de la Universidad de Extremadura, el 73% de los jóvenes universitarios rurales entendía que la vida en los pueblos era más agradable que en las ciudades. Para el 77%, las relaciones entre la gente del campo son más humanas y el 80% entiende que debe emigrar en busca de oportunidades, a pesar de que considera más segura la vida en los pueblos.

¿Cuáles son las razones para abandonar el campo? ¿Tener «un trabajo» y un horario? Si es por la aversión al riesgo, es comprensible: un agricultor no es otra cosa que un empresario que realiza una fuerte inversión en una actividad con muchas variables impredecibles. Si es por el horario, el campo actual y sus innovaciones tecnológicas permiten reducir una gran carga de la tradicional penosidad. Pero es más, en este entorno de crisis, con una juventud marcada por un 40% de paro, ¿encontrará empleo de calidad en la ciudad? Siquiera ¿encontrará empleo?

Quizás las razones de la emigración rural a la ciudad sean análogas a las del joven asturiano que se va a Madrid. Buscar oportunidades de crecimiento profesional, formar parte de redes sociales más amplias. Y eso, es cierto, sólo lo ofrece la ciudad. La incomodidad o el alto precio de la vivienda son compensados por lo que los economistas llaman las «externalidades positivas», en este caso: vivir en una sociedad dinámica interconectada, que hace a sus trabajadores más productivos y más competitivos.

El británico Tim Harford, en su libro «La lógica oculta de la vida» (Booket, 2008, 347 páginas y 8,95 euros), dedica un capítulo a explicar cómo la diversidad y la innovación producen el excedente de conocimientos de las ciudades. Las personas aprendemos unas de las otras cada vez que nos encontramos (porque siempre hay algo que aprender), y como decía hace más un siglo el economista Alfred Marshal: «Las ideas están en el aire».

Cuando una ciudad duplica su población, los salarios aumentan un 10%, pero los precios aumentan un 16%. El centenario arquitecto Oscar Niemeyer recomendaba a los gobernantes limitar el tamaño de las ciudades, para que alcanzasen como tope máximo el millón de habitantes. A lo largo de la historia hemos asociado a las grandes capitales la responsabilidad de ser la punta de lanza de sus sociedades contemporáneas. El arte, la política y la economía se desarrollan y encuentran alrededor de una «clase creativa», clave del crecimiento de nuestra riqueza.

Hoy, en una sociedad del conocimiento, donde el trabajo mecanizado ha sido paulatinamente sustituido por máquinas, la gran ciudad de servicios es el verdadero centro de gravedad de la innovación y el aprendizaje, donde un sistema de dura competencia sacrifica a los menos preparados. La crítica reducción en la calidad de vida de todos estos jóvenes emigrados, dispuestos a vivir en pequeños cuartos compartiendo piso, sin ahorros y saltando de un trabajo a otro, ¿es un sacrificio por el progreso del resto de nosotros?

Madrid y Barcelona se encuentran entre las 50 ciudades más caras del mundo, que encabeza Tokio tras desbancar a Moscú en el estudio «Coste de la vida 2009». Así, sabemos que un billete de autobús cuesta cinco veces más en Londres que en Varsovia, o que Madrid y Barcelona son las ciudades europeas más caras para comprar un CD de música (más de 20 euros, en la tienda), aunque en España, un periódico o un café cuestan la quinta parte que en Moscú.

El Ranking Merco, en su edición del año pasado, distinguía ciudades «para trabajar» (encabezadas por Madrid, Barcelona y Valencia) y ciudades «para vivir» (encabezada por Pamplona y con Oviedo y Gijón en un meritorio octavo y noveno lugares). Con estos antecedentes, muchos jóvenes con aspiraciones consideran un sacrificio ineludible dejar Asturias.

En otros países, el período universitario suele conllevar el desplazamiento lejos del núcleo familiar. Por el contrario, en España, nuestro nutrido sistema de universidades públicas hace que la gran mayoría de los estudiantes viva con sus padres durante sus estudios y enfrente la primera incorporación al mercado laboral como el primer paso hacia la emancipación.

Vivimos una época de grandes cambios sociales; Estados Unidos ha aprobado una reforma sanitaria histórica, mientras que toda Europa pelea por defender un sistema de protección social que tendremos que rediseñar entre todos si queremos dejar como legado a nuestros hijos. Mientras tanto, de manera continuada, cientos de miles de jóvenes deciden saltar sin red hacia el entorno más duro y competitivo: las grandes ciudades, donde, alejados de sus familias y dispuestos a luchar con sus propios medios, buscan hacerse un hueco en esta sociedad. Muchos de ellos soñarán con volver algún día a la calidad de vida de sus sitios de origen. Si tuvieron éxito y recursos suficientes, descansarán en una casa de campo, convertido éste, definitivamente, en un melancólico paraíso de jubilados.