Nunca antes nos habíamos perdido tantas veces en un viaje en automóvil como desde que decidimos hacer uso de las nuevas tecnologías y adaptar a nuestro coche un GPS. Imagino que la técnica en cuestión está aún por mejorar, o que todavía no hemos llegado a un entendimiento mutuo, pero la cuestión es que estas vacaciones de Semana Santa el GPS se ha empeñado en darnos a conocer desvíos que conducían a caminos sin asfaltar, carreteras cortadas por obras y hemos circulado por carreteras secundarias para llegar a nuestro destino, evitando las autopistas que encontrábamos a nuestro paso.

De modo que cuando decidimos hacer caso omiso a sus indicaciones para fiarnos más de nuestra intuición y de las señales y letreros instalados por la DGT, recordé otras muchas vacaciones en familia, cuando siendo niña viajaba en un Renault 12 con tapicería de imitación felina en el que, adornando el salpicadero, había un pequeño marco con fotografías de nuestra primera escolarización y una leyenda que rezaba «Papá, no corras». No había, como ahora, pantallas de DVD en los asientos traseros para entretener a los niños, así que para matar las horas contábamos coches del mismo color o de la misma marca o modelo: Ford Granada, Ford Taunus, Opel Ascona, pasaban uno detrás de otro, blanco, rojo, verde, azul, adelantando sucesivamente a nuestro flamante R12. A veces jugábamos a localizar matrículas con la O de Oviedo, que nos hacían agitar las manos como energúmenas, como si de repente nos encontrásemos un trocito de nuestro hogar circulando por las interminables y desoladas rectas de Castilla.

Estas vacaciones, mientras nuestro ignorado GPS repetía la palabra «recalculando», recordé los nervios a las 5 de la mañana, cuando madrugábamos como nunca para recorrer 900 kilómetros en aquel Renault 12 camino de las playas de Alicante, con un ya descolorido mapa de carreteras como única referencia, y así cruzábamos España mientras preguntábamos con más frecuencia de lo que mis padres hubiesen querido si quedaba mucho para llegar. Y sobre todo volvió a mi memoria cuando, sin satélite alguno que nos indicase qué ruta tomar, nos agolpábamos toda la familia para mirar por la ventanilla al atravesar Madrid y perdernos, inevitablemente, buscando el cartel que indicaba «Ocaña», y girábamos alrededor de la Cibeles, entre el infernal tráfico de una ciudad demasiado grande para nosotros.

Tal vez lleguemos a entendernos con nuestro GPS, pero a pesar de todo seguiremos apagándolo de vez en cuando para disfrutar, como hace muchos años, del encanto de perderse en familia. A veces los lugares más insospechados se descubren por casualidad.