El Papa no se enteró de que el padre Maciel, fundador de los legionarios de Cristo, era un miserable. El PP no se enteró de que el Clan de los Correa saqueaba en su nombre las arcas públicas. Ningún gurú de la economía se enteró de la crisis económica que se avecinaba. Tampoco el piloto del avión presidencial polaco estrellado en Smolensk se enteró de la niebla que impedía el aterrizaje seguro. Garzón no se enteró de que Franco había muerto y una legión de adictos a la algarada no se ha enterado de que en democracia la Justicia necesita actuar sin presiones.

Tampoco parece que a escala doméstica todo esté controlado. Los jefes no saben del escaqueo de los trabajadores y éstos no se percatan frecuentemente de la explotación a que les someten sus jefes. Hay quienes no se enteran de que su pareja les engaña. Padres que no se enteran en qué ocupan el tiempo libre sus hijos, e hijos que no quieren enterarse de las preocupaciones de sus padres. Tampoco sabemos afortunadamente lo que comemos realmente en los restaurantes. Y no digamos lo difícil que es dominar todas las funciones del vídeo, la cámara digital, móvil o cualquier otro gadget de última generación.

Nadie se entera de lo que debe enterarse. No deja de ser paradójico que en la manida Sociedad de la Información abunda la desinformación, o más bien el conocimiento mal administrado. Se repite lo que en una ocasión describió Ortega y Gasset: «Nadie sabe lo que pasa y eso es lo que nos pasa».

Por eso, el gran reto de nuestro tiempo será armonizar las dos muletas en que se apoya la dignidad, la libertad y el progreso: la información y la formación.

La información en un mundo globalizado debe organizarse responsablemente por los emisores y por los receptores, de manera que pueda el ciudadano de a pie discriminar las fuentes según el grado de confianza que merezcan. Tarea difícil ante la multitud de fuentes de conocimiento que nos invaden: televisiones con decenas de cadenas, radios con centenas de frecuencias, periódicos con miles de noticias, internet con millones de enlaces, etc. No hay hardware humano capaz de contener toda la información que se percibe.

Pero tampoco basta con acumular información pues es preciso relacionarla, actualizarla y contextualizarla. Eso nos lleva a la formación del ciudadano, que debe forjarse en un sistema educativo racional al servicio del desarrollo integral de la personalidad, teniendo muy presente la vieja pero sabia advertencia de Alexis de Tocqueville en su magna obra «La democracia en América» (1835): «La intervención del Estado en la educación intenta asegurar en teoría un mismo nivel para todos, pero esta pretensión tiene un lado perverso: anula las posibilidades del espíritu de cada uno cuando persigue la igualdad en base a un patrón prefijado».

Sólo la educación puede moldear ciudadanos capaces de asimilar el torrente de información que nos asedia. En esta línea, descendiendo a la actualidad próxima, no parece que ayude mucho la reciente campaña del Ministerio de Igualdad orientada al revisionismo de los cuentos de la infancia pese a que Andersen y Perrault han sido los mejores profesores de ética de las últimas generaciones. Ese planteamiento ministerial llevaría a situaciones tan absurdas como que el cuento de Blancanieves aplique la ley de la paridad a los siete enanitos (tres varones, tres hembras y un/a homosexual), que elimine todo atisbo de prejuicio contra la discapacidad (dotándoles de mayor estatura), y que sustituya el beso del príncipe a la Blancanieves dormida por una llamada de móvil (disipando toda sugerencia de abuso sexual sobre una dama inconsciente).

Y ante tamaño ejemplo de engendro educativo hemos de recordar la frase tan simple como certera, nuevamente de Ortega, apesadumbrado ante ciertos excesos políticos de su época: «No es esto, no es esto».