Desde el mismo momento en que José Bono decidió revelar la relación de bienes en una carta remitida al fiscal general del Estado, no ha habido día sin polémica en torno a este asunto. Anteayer, el presidente del Congreso volvió a hacer una lectura de sus posibles ante la junta de portavoces de la Cámara baja.

A Bono, empeñado en defender su honradez más allá de lo que cualquier político estaría dispuesto a hacerlo, no le importa el lugar, por mucho que no sea el competente. Esta puesta en escena reivindicativa del honor basada en el aspaviento forma parte de su estilo, pero de la misma manera en que él insiste en demostrar que el incremento de su patrimonio en los últimos años está suficientemente justificado por los negocios familiares, el Partido Popular no ceja en pedir que se le investigue. A Bono no le basta con ponerse a resguardo del bombardeo, al contrario de lo que ocurre con otros compañeros, quiere dejar claro que sus bolsillos son de cristal.

El problema es que ya no hay forma de creer nada ni a nadie en la enfangada política nacional. Ni a los que bracean por salir a la superficie y mucho menos a los que se esconden. Tampoco a los que señalan. Los populares han dejado de tener credibilidad en este tipo de asuntos relacionados con la honradez y la honorabilidad. Si han olido sangre en el tejemaneje patrimonial de Bono es porque pretenden desesperadamente lavar la suya con la de los demás. El enriquecimiento desmesurado del presidente del Congreso, aunque se desgañite en probar lo contrario, suena a más de lo mismo: influencia ilícita desde los cargos públicos, pero forma parte ya lamentablemente de un clamor desafinado en que unos y otros pecan de mentirosos o de oportunistas. Y todos ellos de aprovechados.

Al ciudadano, convocado a votar cada cuatro años a unos políticos que se corrompen y no resuelven sus problemas, lo único que le queda es la insumisión en las urnas. Empieza a ser un deber.