La Universidad de Barcelona ha acogido este martes 20 un nuevo acto, impulsado por la actual Generalitat de Cataluña, tras el anterior promovido por liberados de CC OO y UGT en Madrid, de apoyo a Garzón (y el Estatut) y con descalificaciones al Tribunal Supremo (el cantautor Paco Ibáñez aseguró que «el TS se está meando en la sociedad civil»). Se ha coreado el eslogan «No pasarán, ni con el Estatut ni con Garzón».

¿Quiénes no pasarán, los jueces? ¿No pueden juzgar a los progres, si se saltan la ley? Progres como el ex fiscal Villarejo, que acusa a los actuales jueces del TS de cómplices de las torturas del franquismo. ¿Y el Tribunal Constitucional? Está dando en España el espectáculo con la sentencia sobre la clara anticonstitucionalidad de muchos artículos del Estatut de Cataluña del Gobierno tripartito del PSC/PSOE, IU y los republicanos independentistas de ERC. Pero por no atreverse hasta hoy a llamar al pan, pan.

Ya el barón de Montesquieu, uno de los principales intelectuales de la Ilustración del XVIII previa a la revolución francesa liberal de 1789, planteó en «El Espíritu de las leyes» que la división de poderes es lo que garantiza un Estado moderno y evita el autoritarismo: ¿No sería mejor que los jueces del TC fueran elegidos por méritos profesionales, en vez de por cuotas partidistas? Cuestión de objetividad.

No cabe duda de que Garzón a lo largo de su densa y mediática carrera judicial se ha atrevido con casos polémicos, con curiosa imagen (¿para llamar más la atención?) con mitad del pelo moreno y mitad cano, como los macro-procesos contra los narcotraficantes o el enjuiciamiento de Pinochet, aunque también los ha habido que le han salido rana por deficiencias notorias en su instrucción. Ello no justifica que pueda, según sus prejuicios ideológicos, saltarse las leyes cuando le apetezca.

Ahora el juzgador está encausado por tres casos abiertos con un denominador común, le acusan de prevaricar, tomar decisiones injustas a sabiendas. Él que fue como candidato n.º 2 a las elecciones con Felipe González por el PSOE en Madrid, y no consiguió ser ministro del Interior ni Justicia, después dirigió las investigaciones sobre los GAL, que dieron con el ex ministro del Interior Barrionuevo en la cárcel, y una presunta X o jefe de las fechorías sin despejar.

La mujer del César no sólo ha de ser honrada, además ha de parecerlo. En aras de la independencia e imparcialidad de la justicia, que se entiende fundamental en un Estado de derecho democrático, sería mucho más ético que los jueces, como el Rey y los militares, no se metieran en elecciones partidistas, pero sobre todo, si lo han hecho, no parece presentable (aunque sea legal) dedicarse después a fiscalizar y juzgar a otros partidos, con la vergüenza que produce el «caso Gürtel» del PP.

Una cosa es que reconozcamos que el régimen de Franco fue una dictadura, surgido de una larga y cruel Guerra Civil, que los historiadores solemos dividir en dos etapas: del 36-39 al 59, de nacional-catolicismo y autarquía, y del 59 al 73-75, de tecnocracia autoritaria y desarrollista, y otra muy distinta el esperpento del juez estrella pidiendo la partida de defunción de Franco (muerto en 1975), porque si ha muerto ya no se le puede juzgar: ¿Y la partida de defunción de Fernando VII?