Como todo el mundo sabe, no estamos en guerra con nadie. Nuestros políticos la han abolido, expulsado del vocabulario oficial, e incluso del oficioso, porque somos más pacifistas que la madre que nos parió. Ya no volverá nunca a oírse ruido de sables, a no ser en alguna función de teatro, donde salga algún militarote caricaturizado. Lo que mucha gente creyó, de la mejor fe, la última guerra civil, resulta que todo ha quedado en sanguinarias partidas cinegéticas en las que un grupo de sádicos recorría pueblos y arrabales, rodeaba a la población civil y la exterminaba con ametralladoras estratégicamente situadas. Nada de guerra y, de haberla habido, la perdieron los odiosos fascistas. Si hubiera algo de espíritu ahorrativo, en lugar de arrumbar las estatuas ecuestres debieron haber manipulado la cabeza, haciéndola atornillable, para sustituir la de Franco por la del capitán Lozano o cualquiera de los que, durante mucho tiempo, se tuvo por los vencidos, los vencidos de al lado.

Pero la faramalla castrense tiene su indudable gracejo, que podemos degustar con gran frecuencia. Por ejemplo, cuando en un país asiático, unos turistas con papeles españoles y vestidos de verde, tienen el infortunio de pisar un explosivo, no hay guerra, pero allá se nos desplaza la bizarra ministra de Defensa a recoger los restos, como si fuera la única capacitada para su transporte o, en muchos casos, el viático para países latinoamericanos.

Nuestra marcial representante va escoltada por su edecán que no es un oficial de Estado Mayor que la lleva los papeles o la gabardina; es, nada menos, el jefe de CIS, un teniente general, esbelto, alto, barbado y de aire imperturbable, dos pasos detrás de la jefa en el tráfago de restos mortales. El Rey, Franco y los predecesores solían escoger a un teniente coronel, ¡qué pelagatos! Uno cree, en lo íntimo de su ser, que se trata de soldados que corren riesgos superiores a los de los peatones en el paso de cebra y que tienen la desgracia de pasar sobre una potente mina, un cohete o un terrorista suicida. Lo que parece excesivo, al menos esa sería la opinión de los damnificados, si la tuvieran, es dejarse llevar por el gusanillo de la arenga, motejarles de héroes y prender una alta condecoración, como si hubieran perecido en la batalla del Ebro, Salamina o Stalingrado en lugar de un maldito accidente donde no hay guerra. Sería una innovación curiosa, en la severa ceremonia, que la Ministra hiciera chocar los tacones de los zapatos que suele llevar en otras ocasiones. De tanto desfilar, arengar y custodiar jóvenes cuerpos rotos, nos está adquiriendo un aire de veterana cantinera.