Cuando el mundo era aún pequeño, yo temía a «Fox», el perro negro y endiablado de los vecinos, y tú temías a las tormentas. Por más que te empeñabas, nunca logré vencer el miedo infantil e instintivo que me proporcionaba aquel perro lanudo e imprevisible surgido de algún maldito infierno. Pero, en cambio, en tu miedo, en ese miedo a la tormenta, al cielo oscuro iluminado por la ira del rayo y al sucesivo estruendo, hallaba yo, con cuatro o cinco años, una fortaleza que me guiaba por aquel sendero bordeado de inmensos árboles hacia la escuela.

Me veo a mí misma, como surgida de las páginas de un cuento. Sola, sintiendo que la sangre hervía, tratando de vencer inútilmente la voluntad furibunda del viento, agarrando con una mano el paraguas coloreado y pequeño y, con la otra, mi primera cartera verde, aquella de plástico con un dibujo en su parte delantera de tres elefantes sentados en sus pupitres con actitud disciplinada.

Sí, sola, y el cielo oscuro. Valiente, podría vencer absorbiendo la energía de la lluvia, el rayo y el viento a cualquier corsario despistado que se hubiese cruzado en mi camino. Y eso era así porque te intuía, mirándome, asustada, tras el cristal empañado.

Tu miedo, mi fortaleza. Tan inversamente proporcionales y tan complementarias...

El tiempo transcurrió y, a veces, aún estando cerca, estoy segura de que nos percibimos como si habitásemos en otro hemisferio. Fue entonces cuando debiste pensar que me parecía más a Juanita o a Juana que a ti misma, tu prima la pintora -a la que, no obstante siempre quisiste tanto.

Sí, sola, Juana, era tan valiente... Siempre desafiando a la vida y a la muerte con esa actitud permanente de espada desenvainada frente a la incertidumbre invisible.

Con sus pinceles convertía cualquier amenaza en sombra, por eso pintaba...

¿Recuerdas su último viaje a los países nórdicos para hacernos creer que no temía a aquel cáncer tan de verdad, que sólo era un fantasma?, ¿qué viva se sentía viendo cómo el hielo se derretía en sus manos y la sangre aún hervía...?

Sí. Ella, yo: intemperie. Pero, tú, cobijo, aun desde el miedo. Abrigo y regreso desde la nada a lo cotidiano de las cosas, a cristales empañados que miran muy adentro.

Tú, madre, me conoces: Siempre, con demasiada antelación o llegando tarde.

Por eso te sonrío, atemporal, y te regalo perlas, perlas que extraje del sombrero del sombrerero loco y palabras, palabras a la deriva en un mar de flores.

Feliz día.