Uno de los inconvenientes de las ciudades es que tienen muy poca biodiversidad. Su flora apenas va más allá de los magnolios y las macetas y su fauna se compone casi exclusivamente de seres humanos y mascotas y de especies oportunistas como ratas, cucarachas y demás. Y es una pena porque el reino animal está lleno de espectáculos tan divertidos como instructivos. Aunque nos cueste aceptarlo, la mayoría de nuestros genes se desarrolló cuando aún no éramos Homo sapiens y, como consecuencia, en muchas ocasiones nuestro comportamiento tiene bastante más de irracional que de sapiens. Por eso, la observación de la conducta de nuestros primos de otras especies, además de proporcionarnos entretenimiento, nos puede permitir comprender mejor la nuestra.

Algo que, por ejemplo, me gustaba mucho de pequeño era ver cómo las cerdas amamantaban a sus crías. Según se acercaba la hora, la excitación y la algarabía iban creciendo en la pocilga mientras los cerditos reclamaban chillando su alimento. Entonces la madre se tumbaba y los lechoncitos se abalanzaban sobre los pezones. En cuanto conseguían aferrarse a uno, cesaban en sus gruñidos y se ponían a chupar rápidamente, aunque, si eran desplazados por algún otro aspirante, retomaban los alaridos y la pugna por volver a coger puesto. De esta suerte, si había suficientes plazas para todos, al cabo de un rato reinaba en la cuadra la paz, el chupeteo y el silencio. Pero, cuando no las había, los desafortunados se quedaban alrededor protestando desesperadamente. Ya de mayor, múltiples espectáculos humanos me han recordado a éste. Bastantes silencios, tan clamorosos como incomprensibles, bastantes protestas, tan encendidas como inesperadas, me parecieron mucho más explicables si se tenía en cuenta la posición de los protagonistas en relación al «teto».

También los habitantes de nuestro gallinero, sin ser ni de lejos tan divertidos como los de mi amiga Celsa, eran fuente de interesantes observaciones. Allí la jerarquía era absolutamente estricta y la disciplina se mantenía a picotazos con una eficacia que ya quisieran para sí muchas organizaciones. Tarde o temprano, sin embargo, el dueño consideraba que el jefe supremo del corral ya había cumplido su ciclo y, en pago a los servicios prestados, le invitaba a compartir su mesa dejando que uno de los gallitos subordinados ocupara su puesto o trayendo uno de afuera al efecto. Si éste era el único aspirante que quedaba, la transición se hacía sin sobresaltos, pero, si había otro de fuerza parecida, los resultados eran espectaculares. Las amenazas, las persecuciones y las peleas se sucedían sin interrupción. Incluso, las gallinas parecían contagiarse de la locura, los enfrentamientos se multiplicaban y la producción caía en picado. La única manera de lograr la paz y acabar con las roturas de huevos era sacrificar a uno de los contendientes, algo que sabían muy bien todos los campesinos y que no deberían olvidar los secretarios de organización de los partidos.

Los animo, en fin, a que se den un paseo por el campo con los ojos bien abiertos y observen por sí mismos. Muchos espectáculos poco edificantes de la vida pública les parecerán más fáciles de entender después de eso y puede que hasta les arranquen, como a mí, una sonrisa.