Servando Cano, sociólogo y poeta, lo dice con elegancia: «El reloj tira las horas como a un pozo». Apunta certero. Si no las contamos, no existen, así que somos eternos. La experiencia de cada cual es de pura eternidad. Se mueren los demás. Pero nadie sensato puede creerse inmortal. Nadie, salvo Zapatero, así que el más elemental silogismo indica que no está en sus cabales.

Quizá no se dé ni cuenta de lo que está ocurriendo, y con él millones de españoles, los que le apoyaron y los que le apoyan. El clientelismo es gigantesco; los buscadores de rentas, legión, y los oportunistas, miríadas.

De todos modos, la conciencia es clara en la mayoría, al menos en la mayoría activa -en las democracias de pésima calidad votan hasta los muertos vivientes y por eso los zombis deciden-, y qué decir más allá de nuestras fronteras, donde de vernos como el enfermo de Europa -calificativo que se daba a los turcos hace un siglo- nos perciben ya como el moribundo continental: por eso la Bolsa española cae en picado y por eso mismo Rajoy es invitado a la Moncloa después de año y medio de marginación para que con la foto y las mañas de siempre aparezca como culpable o al menos corresponsable de la catástrofe.

Sólo cabe hablar en esos términos. Todo estaba visto con mil evidencias desde hace más de dos años, pero los pocos que denunciaban el negro horizonte eran tachados de antipatriotas, de malos españoles, de ciudadanos malvados, de gentuza a sacar del sistema de convivencia.

Ahí están los resultados. Todo lo que dijeron los antipatriotas se ha cumplido. Todo lo que dijeron los socialistas era mentira.

Los mercados tienen mil resortes subjetivos, pero antes o después se ajustan a lo que hay. Y lo que hay aquí es una Grecia al cubo, siquiera sea porque en España el paro es el doble que allí y aun con mil trampas se acaba de saber que abril fue otro desastre.

Alemania pidió ayer una quiebra ordenada de España: el reloj ya no tira las horas.