De Cabumar a Beón se extiende la ería más hermosa de todo el norte que los geógrafos bautizaron como la España húmeda. Aunque a partir de los años sesenta del reciente pasado siglo fue perdiendo dones, aún hoy muestra sus incomparables panorámicas marinas y montañeras. Dotada como de un espaldón natural, que va desde la Cogolla al límite este de Oviu, guarda la sorpresa, vencidos los Collaos, de la mar cantábrica que se ofrece intensa e interminable. Mas si se vuelve la mirada al Sur, por la escotadura que se abre entre Cabeza Bubena y el Texedu, surgen de derecha a izquierda como imponentes: Peña Santa de Enol, Torrecerredo y el galán Urriellu. La mar y las cimas soberbias no son la ería pero sí ella es siempre la palpitante inmensidad marina y la quietud inamovible de los Picos. La ería fue mucho más hermosa antaño fecundada de afanes labradores. La visitaban para anidar calandrias y codornices y la liebre, rubio rayo avizor, tenía en ella su sustento y guarida. En sus afloramientos calizos se daba el té, oloroso oriéganu y en algunos prados la sanadora manzanilla. Además de otras dádivas: jenoyu, rosalitos silvestres y un incontable florilegio franciscano. Curiosamente al desaparecer las guadañas casi todos los dones y las dádivas han desaparecido, hasta los huidizos y sagaces lagartos verdes?

Hay dos topónimos en la ería de Hontoria que remiten a Molina. Uno correspondió a prados de siega y peazos y jazas de cultivos. El otro a un castru que, mínima península, fue refugio antaño de alguna barca de campesinos pescadores. Castru Molina es un mirador de albas y atardeceres prodigiosos. Tiene además, en noches claras, una soledad cósmica que muestra cómo las constelaciones derivan por la rotación terrestre, mientras la polar sigue en su punto fija: ángel de la guarda de antiguos navegantes. Y también, los veranos, Castru Molina cobija un retazo de mar donde los bañistas disfrutan del placer y salud de la natación sin peligros?

Carlos Álvarez-Ude había nacido en Madrid el año de 1953. La capital era, en aquel tiempo, una acogedora ciudad de señorío y casticismo, educada y amable, que te hacía sentirte como en la propia casa. En los otoños el cielo matritense alcanzaba una belleza superior, y los crepúsculos desde los aledaños de El Campo del Moro insinuaban divinidades. Fue, quizá, aquella luz quien encendió, en Carlos, su insobornable amor a la poesía y, después, la dedicación a ella sin descanso. Contumaz bohemio de sí mismo se entregó, sin límites, a la promoción y conocimiento de todo lo que apuntara en voz verdaderamente poética, desde la fundamental revista «Ínsula» y otras diversas publicaciones. Nunca parecía pensar en él, sino en los otros? Como poeta verdadero tuvo siempre la afanosa búsqueda de lo que ellas «pueden tener de hospitalario». Y así arribó a Hontoria y pudimos conocer y comprobar su desbordante bonhomía. La mar cantábrica fue embriagándole verdegrises, verdiazules y espumas batidas a punto de nieve. Y en Castru Molina se sintió como dios de mansas olas. Fue tan embriagado por la mar de aquí que dispuso, última voluntad poética, donarle la sentencia del genio: «? polvo serán, más polvo enamorado». Entre los versos más íntimos de Carlos leo: «Resucita el Cantábrico. / He llegado y le hablo / de ti, de mí, de cuando el aire / es viento, o sólo eso: aire, tenue caricia del beso».