Cuando algún día recordemos esta etapa infausta de la historia de España, nos daremos cuenta del paupérrimo papel que en ella tenían reservado los políticos. Era un tiempo sin soluciones en el que las personas que habían aceptado la responsabilidad de tomarlas eludían su compromiso con el pueblo que los eligió como representantes. Sin embargo, los impostores, en vez de retirarse y dejar paso, trataban de maquillar su ineficacia con la simulación.

Era el tiempo en que los políticos, más descaradamente que nunca y en las peores circunstancias para los españoles, se ocupaban casi exclusivamente de atender a los asesores de imagen y de desatender los asuntos del país. En medio de un clima de zozobra y desconfianza general, el presidente del Gobierno citaba al líder de la oposición para un nuevo desencuentro. El entorno de Zapatero difundía que lo que éste necesitaba trasladar dentro y fuera del país era una imagen de acuerdo. Pero el acuerdo apenas existía ni ahora ni antes, como tampoco las medidas que se iban aplazando. Lo único que importaba era rentabilizar políticamente el gesto, actuar en función de la urgencia partidista.

En eso consiste la política de los gestos: de la galería. La preferida del presidente del Gobierno, al que le conviene una foto de acercamiento a la oposición cuando crece el clamor para que se asuman responsabilidades de Estado. O la del jefe de filas del Partido Popular, que en lo que va de mandato se ha dedicado a sentarse y ver cómo pasa por delante el cadáver del adversario mientras se fuma un puro. Todo ello porque sus asesores le han asegurado que eso es suficiente para ganar las próximas elecciones.

Ahora, José Luis Rodríguez Zapatero quiere hablar de las cajas y de Grecia con Mariano Rajoy y los españoles nos disponemos, más escépticos que ilusionados, a asistir por enésima vez al encuentro de dos líderes que intentan justificarse en nombre de la responsabilidad defraudada.