Ha llevado dos años de intensas averiguaciones oficiales, pero la pesquisa ha dado resultado. Por fin sabemos quiénes son los verdaderos culpables de la última crisis del capitalismo. En un primer momento (de dolorosa sorpresa por la abrupta interrupción de un crecimiento económico que suponíamos ilimitado), le echamos la culpa a la banca por haber puesto en circulación unos productos financieros de aparente solvencia y nulo valor; a las agencias de calificación, por haberles otorgado credibilidad con sus diagnósticos; a los organismos reguladores, por su ineptitud en los controles, y, en fin, a la clase política mundial, por su tolerancia, cuando no complicidad, con los corruptos.

En una segunda fase, nos manifestamos esperanzados (nuestra confianza en el sistema está hecha a prueba de decepciones) en una rápida reactivación económica mediante un acuerdo general para inyectar sumas fabulosas de dinero a los bancos con cargo a nuestros impuestos. Desgraciadamente, la fórmula no resultó tan eficaz como esperábamos. Eso sí, los bancos más importantes recuperaron rápidamente su tasa de beneficio, aunque el crédito no volvió a fluir con la alegría de antes, quizá porque los banqueros ya no se fiaban de unos clientes que habían acreditado una inconsciencia fenomenal al aceptar sus consejos de endeudarse alegremente hasta las cejas. ¿Cómo puede confiar el diablo en la solvencia moral y en la firmeza de carácter de quien se ha dejado seducir por sus tentaciones? Por su parte, las agencias de calificación, olvidada la escandalosa inexactitud de sus pronósticos, retornaron a pontificar sobre la solvencia de los estados a la hora de recuperarse del enorme déficit que había provocado la masiva asistencia de fondos públicos a unos bancos en situación de quiebra inminente.

Cuando la culpa se reparte tanto (gobiernos, banqueros, agencias de calificación, peticionarios de crédito, etcétera), es difícil, casi imposible, la exigencia de responsabilidades concretas y todo se diluye en una especie de Fuenteovejuna global. Efectivamente, nadie tiene la culpa en exclusiva, pero alguien ha de pagar la factura cuando termine la juerga. Y en el caso que comentamos, la operación de rescate de Grecia, acordada entre el resto de países europeos y el Fondo Monetario Internacional, nos ha permitido identificar a los paganos de esta crisis; que no son otros que los pensionistas, los parados, los funcionarios y los trabajadores que acumulan derechos sociales inconvenientes. Es decir, la inmensa mayoría de la población.

Por lo que ha trascendido, los pensionistas griegos con más ingresos perderán dos pagas extra y el resto verá congeladas sus retribuciones durante dos años, al mismo tiempo que aumenta a toda la vida laboral el cómputo para calcular la pensión y serán necesarios 40 años de cotización para cobrar el 100% de las prestaciones. Ademas de ello, los funcionarios públicos perderán un 16% de sus ingresos, se abaratará sustancialmente la indemnización por despido y se privatizarán todas las empresas públicas susceptibles de ello. Correlativamente a estas durísimas medidas contra la ciudadanía, la banca recibirá una inyección de 17.000 millones de euros para ganar liquidez y facilitar el crédito.

Durante estos pasados años, Grecia fue uno de los exponentes máximos en Europa de corrupción política y financiera, pero es seguro que la mayoría de los implicados en ella no tendrá que responder por sus culpas. En cualquier caso, tomemos nota de las medidas que allí se están tomando, porque acabarán siendo muy parecidas, sino iguales, a las que se aplicarán en éste y en muchos otros países, en cuanto sea posible. Salvar el capitalismo es cosa de todos.