Abandonad toda esperanza», decía el letrero que colocó Dante Alighieri a las puertas del Infierno en la «Divina Comedia», y lo mismo podría decirse al contribuyente cuando acude a ofrecer explicaciones ante el requerimiento de la inspección de Hacienda.

Tales notificaciones administrativas ponen en guardia al ciudadano, dominado por un brote de angustia existencial, no por la sensación de ser pillado en falta sino por la intuición de que poco podrá hacer ante la embestida de ese rinoceronte burocrático que es la inspección tributaria. El inspector de Hacienda, al igual que el rinoceronte, inicialmente está quieto observándote, pero luego mueve las orejas, escarba en el suelo y crees que no va contigo, y de pronto, lenta pero en trepidación acelerada se lanza a la carga con el cuerno por delante en una ciega embestida.

Hemos de recordar que Josep Borrell, quien creó la Agencia Estatal de Administración Tributaria en sus tiempos de secretario de Estado de Hacienda, confesó en una entrevista televisiva que la idea se le ocurrió viendo la película «Los intocables de Eliot Ness». Como lo oyen (o como lo leen). Le encantó que un puñado de policías a modo de guerrilla, con autonomía, sorteando papeleo y sin burocracia, pudieran desmantelar el tinglado de Al Capone y detenerle por delito fiscal. Sin embargo, la Agencia Tributaria ha alcanzado la mayoría de edad con sus recién cumplidos 18 años de existencia y se ha convertido en una hidra de múltiples cabezas que, espoleada para captar la máxima recaudación en los actuales tiempos de sequía de las arcas del Estado, se ha convertido en un temible cruce de Torquemada y el cobrador del Frac.

Es verdad que los tribunales de lo contencioso-administrativo son los responsables de controlar a quienes nos controlan fiscalmente. Sin embargo, pocos contribuyentes se enzarzan en una lucha desigual frente a la estrategia coordinada de funcionarios de élite, como son los inspectores de hacienda y los abogados del Estado, pues el lance llevaría a afrontar un litigio incierto, costoso y posiblemente inútil, pues bien se ha cuidado el Estado de dotar a su fiel recaudador de sólidas armaduras jurídicas. Y es que frente a los rinocerontes lo mejor es no moverse (confiando en la leyenda rural de que están cegados por el cuerno) o bien arrojar las armas y subirse a un árbol cercano. No en vano, en una célebre sentencia del Tribunal Supremo del año 2006, el prestigioso magistrado Vicente Garzón Herrero expuso de forma gráfica que la Agencia Tributaria contaba con un estatuto tan privilegiado que eludía las garantías comunes del procedimiento administrativo, convirtiéndose en lo que gráficamente calificó de «Guantánamo tributario».

Sin embargo, más que los plenos poderes de la Agencia Tributaria (que recuerdan al agente 007, con licencia para matar al servicio de su Majestad, Hacienda), al ciudadano le preocupa que no consigan hincar el diente tributario en grandes fortunas formadas a base de tinglados, pelotazos o corrupciones.

Diríase que el celo de la Agencia Tributaria no se aplica por igual a todo contribuyente. Es verdad que se aprueban ambiciosos planes de inspección que se centran en investigar más y mejor allí donde hay bolsas de fraude o mayores riquezas, pero tales pesquisas con arreglo al dicho popular «pierden fuelle si algo se mueve». Así, el punto de partida de muchas investigaciones viene dado cuando a Hacienda no le salen las cuentas de la renta declarada o constata patrimonio no justificado, y emplaza al sospechoso a que justifique su origen.

El pez grande (constructor, financiero, empresario de altos vuelos, profesional con minutas astronómicas, muñidores de dinero negro, etcétera) suele contar con «ingenieros jurídicos» y «asesores fiscales» que le habrán montado un sólido tinglado (sociedades interpuestas, hombres de paja, negocios opacos, dobles contabilidades, cesiones familiares fraudulentas, etcétera). Es muy posible que al inspector de turno le brote un humano dilema: ¿investigaré este fraude colosal que me llevará miles de horas de trabajo, batirme con abogados, desmontar pruebas falsas y, todo ello, para desembocar en un procedimiento judicial largo y complejo que será resuelto varios años después?... ¿o será más práctico llegar a un acuerdo con los abogados del contribuyente, ya que la ley permite actas con acuerdo y actas de conformidad, de manera que el inspeccionado salga bien librado del lance pagando la décima parte de lo que sería justo, y yo como inspector salga aliviado de trabajo y además cobrando productividad por lo recaudado, por aquello de «más vale pájaro en mano que ciento volando»?

En cambio, el pez chico (el carnicero de barrio, el jubilado inversor, el funcionario, etcétera) se enfrenta solo ante la inspección de Hacienda y posiblemente se conformará resignadamente pues sólo quiere que pase la pesadilla cuanto antes, mientras Hacienda aplica la ley de forma implacable, con su secuela de intereses, recargos y sanciones.

Quizá la realidad no es tan simple y las categorías piscícolas expuestas son una licencia expresiva con trazo grueso, pero siguiendo la imagen marítima, sería bueno que la Agencia Tributaria no sólo mantuviese su liderazgo en gestión electrónica (el fin justifica los medios) sino que adoptase medidas para conseguir que el ciudadano de a pie inspeccionado no se sienta como un delfín en una red de atunes, y que en cambio las grandes empresas implicadas en asuntos de corrupción y reciclaje de dinero negro se sintiesen como Moby Dick perseguida de forma obsesiva por el capitán Ahab.