Para quienes no estén al loro, que aún quedan, la expresión francesa «deyaví» significa «ya visto», la sensación de haber vivido con anterioridad una situación determinada que se nos presenta. La que casi todos tenemos cuando vemos y oímos a los políticos, la percepción de sentir las mismas cosas que oímos una y otra vez. Es algo así como viajar al pasado en un túnel del tiempo con los pies y la cabeza bien asentados en la realidad presente. Supongo que alguna vez les habrá pasado eso de ver una cara, preguntarse insistentemente ¿de qué me suena? y pasarse el día entero dándole vueltas a la olla intentando desentrañar la identidad del dichoso personaje, para acabar dejándolo por imposible o descubrir que es el tío aquel con el que habías trabajado o que había hecho la mili contigo, pero con el que nunca habías cruzado palabra. O incluso estas confundiendo a esa persona con otra. Es lo que me ocurrió hace un tiempo con un célebre empresario conocido por todo el mundo, menos por mí. Estábamos festejando la entrega anual de unos galardones cuando veo a un antiguo profesor de mis tiempos universitarios, tertuliaba en un corrillo con tres o cuatro personas más. Me acerco a él, pido disculpas por la interrupción y le digo «Señor Tal, me alegro de verle en Langreo. Hace tropecientos años he sido alumno suyo en la Facultad de Oviedo». El tío me mira con una expresión entre irónica y molesta y me pregunta: «¿Y usted quién es?». Me presento e intento continuar la conversación, pero, de alguna forma, siento que el personaje me está rechazando, eso sí con cara sonriente. El caso es que termina por desengañarme, pero no tiene la cortesía de sacarme de la duda y decirme quién es él (y en qué lugar?), todo ello con un porte de orgullo como queriendo expresar «este primo no sabe quién soy yo. Mira que compararme con un leguleyo». Vuelvo a pedir disculpas por el desliz y me aparto de allí observando que queda divertido con sus compañeros, seguro que comentando mi patinazo, como si él nunca los hubiera tenido. A lo largo de la tarde volví a tropezarme varias veces con él y todas me dirigió una sonrisa displicente sin tan siquiera saludarme. El mal educado. Días más tarde vi una foto suya en LA NUEVA ESPAÑA, era y es el presidente del consejo de Administración de una gran y conocida empresa asturiana. El chulo ese.

Hace pocos días tuve la ocasión de presenciar algo parecido en un establecimiento de Sama. Un cliente ocupaba sentado una mesa y tomaba café mientras leía un periódico deportivo cuando, por la retaguardia, se le acercó un tío fornido con pinta de camionero y dándole una fuerte palmada en la espalda le dijo «Manolo?». El señor, asustado por el golpe y sorprendido por lo inesperado de la situación le contestó «perdone pero yo no me llamo Manolo». El bruto aquel le pidió perdón y volvió a la barra. No habían transcurrido diez minutos cuando el camionero (tenía que serlo) volvió a acercarse por detrás del lector y dándole una nueva palmada en la espalda, si cabe aún más fuerte que la anterior, le dijo «joder chico, pues yes igual que Manolo», y el hombre, acojonado, le respondió «hombre, ni aunque lo fuera. Va a romperme la espalda».

Después de esta escena quedé pensando que las historias se repiten cíclicamente, como en un continuo bucle. Vivimos en un permanente «déjà vu». Hasta Duke lo siente.