Numerosos pedantes confunden el semanario «Time» con los diarios «Times», de Nueva York o Londres en las versiones legendarias. Al ser sorprendidos en su ignorancia, despistan preguntándose por qué la revista singularizó en su cabecera los Tiempos en Tiempo, como si se tratara de un error ortográfico de su creador. Pues bien, Henry Luce -cuya biografía «El editor» es celebrada hoy en Estados Unidos- actuó con deliberación. Comprimió el nombre de la publicación porque su doble objetivo consistía en ofrecer la historia cotidiana y en ahorrar tiempo a sus lectores. Esta misión economizadora se hace relevante ahora que una persona se pasa seis horas conectada a internet para obtener una fracción de la información que contiene «Time», bajo la ficción de que la bebe más depurada de fuentes que ni siquiera firman sus aportaciones.

La red ha liberado a los medios tradicionales de la soberbia que les llevó a menospreciar a sus clientes. Ahora bien, cuando Luce propone «descargar las páginas de su revista en las mentes de sus lectores», recurría a una terminología actual, salvo que la expresión fue pronunciada en los felices veinte. El fundador de «Time» dividió las informaciones por secciones, ávido por simplificar. Acuñó la expresión «el siglo norteamericano», y cabría debatir si la prensa estadounidense describe la evolución del imperio o si la pujanza de Washington reposa sobre la transparencia de sus medios, por lo menos hasta la llegada de Bush hijo.

Quienes confunden «Time» y «Times» desde la erudición pueden respirar tranquilos, porque la familia Sulzberger -propietaria del rotativo neoyorquino- logró el diario de mayor calidad de la historia bajo la convicción de que el triunfo en el negocio de la prensa consiste en proporcionar una información más profunda que la competencia, incluso cuando la profundización reduce los beneficios. Ese objetivo descansa en el respeto a la redacción, costosa pero inapreciable, mimada pero temida, intermediaria de los lectores que desean ganar tiempo con contenidos de peso.