Letra tan pequeña que sólo puede leerse con lupa. Cuatro folios con los que daba comienzo una novela que nunca llegó a escribirse. Era 1905, se celebraba el tercer centenario del «Quijote», cuando arrancaba la acción. Ya entonces, la contemporaneidad se abría paso en aquel relato. Madera y cristales en lugar de hierro en la puerta de entrada, timbre eléctrico que había dejado atrás el viejo llamador de bronce. Casa de los Rivero, descendientes de un héroe de la independencia sobre el que pesaba el olvido. Como en «La Eneida», un canto a los héroes, homenaje literario a un tiempo de gloria.

Lo inquietante de esto es que, si pensamos en la literatura española, aquí no se prodigaron mucho excelsas obras que cantasen las glorias de nuestro pasado; tal vez porque no había mucho donde echar mano; aquí lo que se hizo, muy al contrario, fue, precisamente alrededor de 1905, estremecerse ante el perdedor más sublime de la historia literaria, es decir, ante don Quijote, al tiempo que un regeneracionista con mucho predicamento había recomendado cerrar «bajo siete llaves» el sepulcro del Cid.

En algún sitio manifestó el autor de «Funes el Memorioso» que, a pesar de ser argentino, no tenía sangre italiana. Y lo cierto es que, al margen de esa maldad, una de las muchas singularidades de Borges quizá consista en que, siendo un escritor en lengua española, su obra parece continuadora de la literatura escrita en inglés. Pocos autores fueron tan claros como él a la hora de manifestar sus influencias, no sólo en sus libros, sino también en sus manifestaciones acerca de su trayectoria literaria.

Borges es coetáneo de grandes literatos que vinieron al mundo entre finales del XIX y principios del XX. Pertenece a una de las mejores generaciones literarias de nuestra historia contemporánea, y, aun así, se ganó un prestigio más que merecido como poeta y como narrador.

Y, al pensar en esta obra que ni siquiera se puede considerar inacabada, pues se trata, sobre todo, de un proyecto que sólo tuvo principio, pero que no llegó a desarrollarse, es inevitable preguntarse cómo se hubiese desplegado ese esbozo tan prometedor de una historia que, con toda probabilidad, llegaría a ser fascinante como todas las suyas.

Al tener noticia del hallazgo del manuscrito del que venimos hablando, recordé unas declaraciones de Borges en las que calificaba uno de sus mejores relatos como «un buen cuento policiaco». Admirable elegancia la suya, poniendo del revés tantos tópicos, puesto que ni que decir tiene que en sus relatos no es pertinente preguntarse por el asesino, sino encontrarse con citas de Schopenhauer, que no parece tener mucha relación con el llamado género negro. Y, en todo caso, también se puede topar al leer a Borges con la ironía de Chesterton, donde lo trepidante no es precisamente el mayor rasgo distintivo.

Elegancia la de Borges que le llevó, entre otras cosas, a un uso de la ironía que, como siempre ocurre, sembró más de una vez el desconcierto. Elegancia que le llevó también a rechazar el peronismo, no sólo por lo incorregibles que eran, como acertó tan admirablemente a definirlos, sino también porque su discurso demagógico tenía que colisionar forzosamente con la estética borgiana.

Del llamador de bronce al timbre eléctrico. Cuatro páginas que constituyen el inicio de una narración contra el olvido, de una narración que seguramente buscaba, entre otras cosas, la obra bien hecha y, de paso, la justicia poética.

Y habría que preguntarse también si la contemporaneidad fue justa con Borges. Desde luego, tuvo méritos más que sobrados para haber recibido el premio Nobel. Desde luego, no fue un hombre políticamente correcto en muchas de sus manifestaciones, si bien es cierto que también debe ser conocido su rechazo a muchas de las prácticas de la dictadura argentina, por mucho que en un principio no se mostrase muy hostil hacia ella.

Pero en cualquier caso estamos hablando de un gigante, de un literato que demostró que la erudición no está reñida con una imaginación desbordante y asombrosa, de un escritor que supo en todo momento desafiar al público lector con juegos para los que hacían falta esfuerzos y concentraciones que, desde luego, valían la pena.

Una casa, una mansión. ¿Cómo no recordar, a propósito de esto, el relato de Julio Cortázar, «Casa Tomada», tan genial y, al mismo tiempo, tan borgiano?

Del llamador de bronce al timbre eléctrico, esbozo de una novela de Borges, que quería dar cuenta de olvidos injustos. Lo mejor del caso es que servirá para que el escritor argentino siga enviando guiños a la ironía y a la elegancia, para mayor confusión de éstos y aquéllos, que no contaban con esta reaparición literaria de Borges 24 años después de su muerte.