La noticia, difundida el pasado sábado, de que el Rey don Juan Carlos había sido sometido a una intervención quirúrgica en un pulmón sacudió con un helado escalofrío la columna vertebral de nuestro sistema político y nos hizo darnos cuenta de dónde estamos y de adónde podríamos llegar, a no mucho tardar, con una eficacia años luz mayor que cualquier sesudo análisis sobre el asunto.

La razón se me antoja bien sencilla: don Juan Carlos es el símbolo viviente de la historia de la España de los últimos treinta y cinco años. Es evidente que ningún estadista puede conducir en solitario una transformación como la que España ha vivido durante estos años. Pero es también evidente que cuando hablamos de los Reyes Católicos o de Carlos III -por referirme a las dos épocas históricas que, a mi entender, por muchas y muy sólidas razones, que no ha lugar a desarrollar en este espacio, podrían resultar a mi entender comparables- estamos personalizando en los monarcas un tiempo histórico del que, obvio es decirlo, no son protagonistas exclusivos, pero que a todas luces representan.

Pues bien, la incertidumbre generada por la salud del estadista que simboliza el reciente proceso histórico español ha podido ser el revulsivo necesario para hacernos ver lo que la mayoría prefiere ignorar, algunos se empeñan en promover y, desafortunadamente, ya muy pocos parecemos dispuestos a intentar evitar. Y es que el régimen político nacido de la Transición, ese proceso caracterizado por lo que el más relevante y más injustamente olvidado cerebro de la misma, el gijonés Torcuato Fernández-Miranda, denominó la reforma «de la ley a la ley», y que cristalizó en la Constitución de 1978, podría estar viviendo sus últimos momentos.

Se dirá -y no deja de ser cierto- que es muy difícil disfrutar en este instante de la necesaria perspectiva para analizarlo, pero, aun así, no me resisto a intentarlo. Y es que, a mi entender, el pistoletazo de salida para la liquidación del vigente régimen constitucional ha sido la aprobación del Estatuto de Autonomía de Cataluña a sabiendas de su inconstitucionalidad. Lo dije en su momento y lo repito. La actuación del presidente Rodríguez Zapatero promoviendo personalmente, por razones de táctica electoral a corto plazo, la aprobación de un Estatuto flagrantemente inconstitucional no sólo ha sido el acto político más irresponsable y temerario de la reciente historia democrática de España, ha podido ser, además, el acto inaugural del proceso de demolición de nuestro vigente régimen político. La situación de deterioro casi terminal a la que se ha abocado al Tribunal Constitucional es un claro e inequívoco signo de ello. El hecho de que el presidente de la Generalidad se permita el matonismo político de afirmar que «si se toca el Estatut algo grave pasará», o tenga la desvergüenza institucional de reclamar la sustitución de los actuales magistrados porque se niegan a declarar la constitucionalidad del Estatuto, son, asimismo, pintiparadas demostraciones de lo mismo. En este contexto, ese grupo de magistrados que, resistiendo todo tipo de presiones, se mantienen firmes en la defensa de una sentencia que declare la palmaria inconstitucionalidad del Estatuto, se ha convertido en poco menos que un grupo de aguerridos héroes. Ésa es, sin duda, la mejor prueba de los tiempos de excepcionalidad que vivimos. Y es que cuando lo que debería ser normal, esto es, la defensa del régimen constitucional por el máximo órgano encargado al efecto, se transforma en anormal, lo anómalo, el ataque contra el sistema desde sus más altas instituciones, termina por ser normal.

De ahí que no sea de extrañar que, en un primer momento, la política informativa sobre la salud del Rey fuera la típica de un régimen en liquidación: confundir e intentar ocultar la verdad. El precio que ahora habremos de pagar es que, aun cuando el resultado de la intervención sea el que se nos traslada, una parte de la opinión pública estará legitimada para ponerlo en cuestión desde la innegable autoridad de quien sospecha que quien le engaña una vez puede engañarle un ciento. No puedo por menos que señalar que tamaña torpeza se me antoja que hubiera sido imposible en los tiempos de Sabino Fernández Campo. Pero es que, en esos tiempos, también habría sido inimaginable que un presidente del Gobierno de la nación fuese el principal responsable de poner el sistema al borde del abismo.