Importantes arterias de la capital -y de otras ciudades y pueblos- llevan nombres de militares decimonónicos que, de gran renombre entre la población, alcanzaron el poder con gran contento popular; así, generales como Espartero, Narváez, O'Donnell, Serrano, Prim, Primo de Rivera y Franco ocuparon el poder en España durante buena parte de los siglos XIX y XX. Esto es historia que demuestra la tendencia que existe entre nosotros a la magia, a la creencia de que un señor con mucho mando puede, a golpe de espadón o decreto, arreglar las cosas. Naturalmente, las cosas no se arreglan así por las buenas y los generales acaban -más o menos pronto que tarde, aunque hubo quien largo duró- perdiendo su popularidad y sustituidos mediante diversas vías por otro generalote o por civiles de forma más o menos democrática, según el caso. Es un modo de entender la gobernanza de los asuntos públicos de la que no nos hemos curado todavía, y así, con el cambio de los tiempos y el acompasamiento histórico a lo que predomina a nuestro alrededor, seguimos teniendo una querencia a creer en sortilegios y en que por ahí existen magos del ordeno y mando que nos lo arreglen.

Vemos estos días en nuestra provincia que por estribor hay quienes preconizan a un candidato que prevén con posibilidades de arrasar en las próximas autonómicas y, así, nos hablan de clamores y mareas populares, como en las épocas isabelina o alfonsina se esperaba el advenimiento de un espadón que pusiera orden en el caos. Vamos a permitirnos el dudarlo, lo de arreglar, claro, no lo de arrasar, que eso son otros lópeces. Pero la creencia en la magia sigue ahí.

Durante los últimos años, tras la moda de la obtención de eficacia -y, por tanto, de la ganancia- a través de la frialdad de los números, de las hojas de cálculo, llegó la de la inteligencia emocional, en la que esa irracional creencia en las soluciones mágicas a lo cuento de hadas tiene marchamo de interesante papel que jugar. A día de hoy, esta moda del pensamiento sigue muy instalada entre la gente y, con la que está cayendo, no pocos entre los que aspiran a mandar se apuntan a la práctica o ensayo de sus habilidades de convencimiento emocional. La única diferencia es que ahora, en donde lo virtual puede sustituir a lo real, no hace falta que el generalote haya pasado por academia militar o vista uniforme, y nos basta un abogado, economista o ingeniero -sí, preferiblemente un graduado como tiene que ser- que juegue el deseado papel.

¿Y por babor? Pues por ahora parece que la parte racional aún gana la batalla a la límbica; aunque, al igual que por muy racionales que nos creamos seguimos jugando a la lotería, se tienen también secretas ilusiones, como que el ciclo económico presente un espectacular cambio de rumbo o que los oponentes reproduzcan, como en ocasiones anteriores, alguna espectacular metedura de pata. Pero magia al fin y al cabo.