No será aventurado suponer, y en tal sentido apuntan todos los indicios, que la innecesaria regulación de la libertad religiosa, encargada por el Gobierno al hirsuto ministro de Justicia, va a suponer un nuevo intento de producir otro agujero bajo la línea de flotación de la Iglesia católica en España. Una materia, la de las libertades, que está ya plenamente regulada en nuestras leyes empezando por la Fundamental. Se trata de un pretexto que enmascara el afán de cohibir la confesión mayoritaria de los españoles.

Porque, no nos engañemos, entre las tareas destructivas que el régimen zapateril se ha impuesto, el abatimiento de la fe católica es una de las prioritarias y así se demuestra por el constante afán de erosionarla. Parece mentira que hayan pasado 79 años de aquel inmenso error de la II República al declararse beligerante desde el primer momento constitucional frente a una Iglesia que no fue inicialmente su enemiga.

Bien dejó escrito Alcalá Zamora, aunque a toro pasado, que «se hizo una Constitución que invitaba a la guerra civil desde lo dogmático, en la que imperaba la pasión sobre la serenidad». Tardío sería igualmente el lamento de Azaña en Barcelona al pedir «paz, piedad y perdón».

La Constitución republicana de 1931 imponía, de mano, severas restricciones a la libertad religiosa y, en particular, a las instituciones, el patrimonio, la educación y las actividades de signo cristiano. El feroz artículo 26 supuso una agresión a cara de perro contra las órdenes religiosas, en especial la de los jesuitas, estableció la nacionalización de sus bienes y la prohibición de ejercer la enseñanza. El artículo siguiente añadía: «Las manifestaciones públicas del culto habrán de ser, en cada caso, autorizadas por el Gobierno».

En esta clave sectaria, con una sociedad dividida y alterada por las injusticias sociales, un bajísimo nivel cultural y sin una clase media relevante, entre los extremismos nazis y marxistas, pasó lo que tenía que pasar, es decir, violencia política, inquietud laboral, quema de templos y conventos y lo que vendría después.

A la vez, se daban más pasos hacia la asfixia confesional y un anticlericalismo incentivado, retirada de capellanías del ejército, privación de derechos a sindicatos católicos, desaparición de las órdenes militares, expulsión de representantes en el Consejo de Instrucción Pública, supresión de enseñanza religiosa, retirada de símbolos y crucifijos en los colegios públicos?

Don Miguel de Unamuno apostrofaba así la orden de retirada de crucifijos en las clases: «La presencia del crucifijo en las escuelas no ofende a ningún sentimiento, ni aún al de racionalistas y ateos. Al quitarlo, se ofende también el sentimiento popular, hasta el de los que carecen de creencias confesionales. ¿Qué se va a poner donde estaba el tradicional Cristo agonizante? ¿Una hoz y un martillo? ¿Un compás y una escuadra?... Hay que decirlo claro: la campaña es de origen confesional, de confesión anticatólica y anticristiana. Lo de neutralidad es una engañifa». Parece dicho para hoy mismo.

Aquellos clérigos, religiosos y fieles seglares supieron ser firmes y valientes, no se quedaron con los brazos cruzados y plantaron cara a la situación en legítima defensa. Su ejemplo, por millares, está nada menos que en el martirologio cristiano como testimonio de su fe auténtica en la hora de la prueba.

Los tiempos y la sociedad han cambiado, no estamos en los años treinta, pero quienes nos dirigen parecen ahora dispuestos a repetir los errores del pasado, con la agravante de cometer un atropello contra la libertad de conciencia precisamente en nombre de las libertades.

La norma, que tiene por objeto principal meter en cintura a la Iglesia, será muy sibilina, con una soterrada simpatía por el Islam y la coartada de situar en pie de igualdad a todas las confesiones, incluidas las muy minoritarias, aunque los adeptos con relación a los católicos no pasen del tres por ciento. Si esto continúa, para la Iglesia de España comienzan a pintar bastos.