La rebaja de los sueldos de los funcionarios era y es inevitable. Probablemente no sea la última, aunque no solucione ninguno de los grandes problemas del país. Un amigo me decía que estamos asistiendo a una revolución, en el sentido de que todo tiene que cambiar y así será. Obama ha preferido hablar de «la tormenta perfecta de las reformas» y Merkel anuncia una batería de medidas con las que pretende poner coto fiscal a una clase política desatada. Un euroescéptico tan notorio como Ambrose Evans-Pritchard, desde las páginas del «Telegraph», ha alertado del riesgo de una fascistización de la «eurozona». No se refiere al aumento del voto de la extrema derecha, sino a la nueva cesión de soberanía nacional -y de control democrático- que supondría transferir a Bruselas la aprobación definitiva de las cuentas públicas. Gonzalo Fernández de la Mora ya habló del crepúsculo de las ideologías y en ésas parece que estamos, a medida que Europa se esclerotiza y su periferia muestra las fallas sísmicas del euro.

La pregunta que se plantea es si Europa está condenada a convertirse en un apéndice de Asia y el Mediterráneo, en una frontera natural de África. John Hudson, desde las páginas de «The Atlantic Monthly», anota los cinco motivos por los que Europa dejará de ser un referente en el siglo XXI. En primer lugar, el «crash demográfico», ya que una población envejecida difícilmente puede adaptarse a las exigencias competitivas de la cultura de la innovación y las nuevas tecnologías. En segundo lugar, la ausencia de un auténtico poder político común capaz de tomar decisiones autónomas: «El euro», escribe George Will en «The Washington Post», «presupone y promueve una ficción, a saber: que Europa es una entidad política y no sólo una expresión geográfica». En tercer lugar, la escasa productividad de la mayoría de países europeos y su elevada tasa de paro crónico. En cuarto lugar, la incapacidad de encarar los problemas por parte de una clase política miope ideológicamente y cuyas soluciones siempre se posponen en el tiempo. Finalmente, la orientación marcadamente elitista de toda la construcción europea, una especie de despotismo ilustrado donde una burocracia de técnicos y políticos toma las decisiones ante la indiferencia de gran parte de la población.

En nuestro caso, la periferia lo único que hace es intensificar los problemas. España ha vivido aislada de las grandes corrientes de Occidente demasiado tiempo -o al menos, diríamos, de su centralidad- y algunos de sus debates sociales siguen siendo más propios del pasado que del futuro. El horizonte del cambio, por ejemplo, se vive con miedo en la medida en que no entendemos lo que sucede. Esto también tiene que ver con la ficción en la que hemos vivido, estimulada por el crédito barato y la ceguera política. Dicho de otro modo, el modelo de crecimiento y cohesión social del último medio siglo ya no se sostiene, y habrá que terminar con gran parte de los privilegios de casta. Hablo fundamentalmente de la estatización de la economía, la sociedad y la cultura. Una cultura subvencionada no es mejor, como tampoco lo es una economía protegida ni una sociedad intervenida. Es preciso desligarse de la imposición de lo público para crear nuevos horizontes. En todo caso, se necesita innovación y cambio. Algo que sólo pueden traer las nuevas generaciones. Si se las deja, claro.