Lo pagué caro. ¡Vaya si lo pagué! Llevaba varios meses esquivando a mi amigo. Aquél de la farola, ¿recuerdan? Pero el otro día me sorprendió un tanto boquiabierto, precisamente a la sombra de «Culis monumentalibus», con un te pilléeeeeeeeeeeee... tan estruendoso y prolongado que pensé que el mundo se desmoronaba en mi entorno. Y mientras yo permanecía acurrucado entre las ruinas, sin poder respirar siquiera, aprovechó para ponerme al día de todos los dimes y diretes que corren por la calle sobre la tan cacareada, temida y perniciosa presión fiscal, y de eso que ayer no existía y ahora llaman crisis profunda y lo que «te rondaré morena».

Me citó un reciente editorial de LA NUEVA ESPAÑA -«No a una subida del IVA ineficaz»- y también el de hace unas fechas -«Señor Zapatero: Acabe con el acoso fiscal a los de siempre»-. Y el «Agujero ZP», en el espacio «Cien líneas» del citado periódico, en el que el autor, con pinceladas lúcidas y de mucho calado, como es habitual en él, destaca que «tenemos los mayores impuestos de la historia y las menores inversiones». El caso de una viuda que en cierta emisora se lamentaba amargamente de que se veía obligada a vender el piso para pagar el IBI y la larga serie de impuestos estatales, autonómicos, municipales, etcétera, que sobrepasan con creces el 40 por ciento de sus ingresos, si quería seguir comiendo. Mientras, dice nuestra viuda, el presidente del Gobierno, con su perdido buen talante, su sonrisa estereotipada a lo Gioconda y su tendencia a armar zapatiestas marcadas por la inanidad, está más empeñado en transformar la España de las autonomías asimétricas de Maragall en la España de las diecisiete nacioncitas adosadas de ZP que en buscar soluciones a la crisis que nos devora, salvo la de asfixiar al pueblo doliente con una carga fiscal tan pesada que, en vez de estimular brotes verdes, va a convertir a esta vieja dama, todavía llamada España, en una señora insolvente de enorme joroba, temerosa de que le echen impuestos hasta por el simple hecho de respirar. Pero esto al señor de las zapatiestas le importa un bledo. Ya encontró paganitos (funcionarios y pensionistas) de su macabra fiesta presidida por el recortazo y seguida, no lo duden, de un nuevo impuestazo.

Aprovechó, también, la ocasión, para mandar su particular recadito al presidente del «Principado de las Asturias de Oviedo» que, en palabras del alcalde de la capital, «va a convertir Asturias, Paraíso Natural, en infierno fiscal», además de «en una gigantesca fábrica de parados».

Y yo allí, acurrucado entre las ruinas, sin poder respirar siquiera, tuve que aguantar sus interminables historias sobre el rechazo social de una presión fiscal asfixiante. Sobre la recién creada Asociación de Ancianos dispuestos a ir a morir a donde sea con tal de eludirla. Sobre una joven pareja que sueña con trasladarse a Madrid por el incomprensible y discriminatorio hecho de pagar en Asturias por IRPF un 50 por ciento más de lo que pagaría en Madrid. Sobre unos empresarios conocidos suyos que están planificando poner gasolineras a la entrada y salida del Principado, con el fin de que los asturianos puedan librarse del «céntimo sanitario». Sobre un amigo que compró el ático de ese edificio que llaman «la Jirafa» para evitar la presión fiscal, y encontró instalada en el piso de enfrente la Agencia Tributaria del Principado de Asturias.

Quejas y más quejas de pobres, parados, asalariados, viudas, pensiones, pequeños y medianos empresarios, etcétera. ¿Y los ricos?, pregunté. ¡Ah! ¡Ah!..., se limitó a balbucear mi amigo. No entiendo nada, insistí. ¿No dice ZP que son unos impuestos solidarios? ¡Sí, sí, solidarios!, repitió. Y sin más explicaciones me recordó el mensaje que, en 1639, envió a Felipe IV:

«A cien reyes juntos nunca ha tributado/ España las sumas que a vuestro reinado./ Y el pueblo doliente llega a recelar/ no le echen gabela sobre el respirar.../ Familias sin pan y viudas sin tocas/ esperan hambrientas y mudas sus bocas.../ Así en mil arbitrios se enriquece el rico,/ y todo lo pagan el pobre y el chico».

A esto, insiste mi amigo, Quevedo lo llamaba injusticia social. Es más, en su obra «Política de Dios y gobierno de Cristo» llega a decir sin ningún tipo de ambages que «pedir a los pobres para dar a los ricos es locura delincuente».

Y yo allí, acurrucado entre las ruinas, sin poder respirar siquiera. Y, lo que es peor, sin comprender nada de nada y muerto de miedo, a pesar de que siempre digo que es mejor morir sin miedo que de miedo. Y mi amigo, al margen de importarle una castaña mi situación, además de que tampoco se esconde cuando tiene que hablar claro, apostilló: si no fuera la izquierda progre quien impone esta asfixiante presión fiscal, como un paño caliente más, para calmar el agudo dolor de la, ahora llamada, crisis profunda, diría que se pierde una ocasión que ni pintiparada para organizar una colosal algaraba encabezada por una no menos colosal pancarta. Cosa a la que los validos de ZP no parecen estar dispuestos.

Haz el favor de cerrar el pico. Eres inaguantable, además de un descarado, le reproché. Y mi amigo, al ver mi cara de acelga, soltó una carcajada tan larga como sonora que sólo interrumpió para decir: y el Gobierno autonómico y también el central creen que lo están haciendo, perdonen la expresión, «de puta madre». «Tan felices como Pepito Alcañiz, que se cayó de espaldas y se rompió la nariz». ¡Santo cielo!, exclamó: Es más difícil aprobar a estos chiquitos y chiquitas o «chicotes y chicotas», como diría la presidenta de la Comunidad de Madrid, que hacer gárgaras boca abajo.

Y yo allí, acurrucado entre las ruinas, sin poder respirar siquiera, esperando a que pasase, ya no digo la crisis, sino lo más fuerte del chaparrón. Pero lo más fuerte del diluvio, ¡maldita sea mi suerte!, todavía no había llegado. Empezó cuando pasó de su tono burlesco y satírico al de la lección magistral con citas de Thomas, de North y cientos de citas más, aunque haciendo un especial hincapié en North, tal vez fue premio Nobel y acuñó la teoría de que los individuos necesitan incentivos para emprender actividades socialmente deseables, glosando la regla de oro sociotributaria de que la presión fiscal soportada no debe superar nunca los beneficios derivados de la actividad ejercida y sujeta a tributación. Pero no se paró aquí. Su rosario de citas fue tan largo que no cesó hasta llegar a Quevedo, conocedor de mi debilidad por el autor del «Buscón», y recalcarme que se adelantó a North, al explicar la decadencia del siglo XVII español como consecuencia de que la presión fiscal soportada superaba los beneficios derivados de la actividad ejercida. Y, como prueba de su tesis, me recuerda, una vez más, los versos con los que Quevedo denuncia la situación al rey don Felipe IV: «Mira, rey, que ya tenemos/ el cordel a la garganta,/ y que la opresión es tanta/ que aun quejarnos no podemos.../ Hoy viven los peces o mueren de risa/ que no hay quien los pesque por la grande sisa...».

Y me explicó que sisa era un impuesto con el que se gravaban bienes de primera necesidad menguando su medida. Alcabala, el antecesor mayor del IVA de hoy. Y gabela, una forma genérica de resumir la carga fiscal.

Y yo allí, acurrucado entre las ruinas, sin poder respirar siquiera, esperando que amainase la tormenta, cuando escuché, de nuevo, la voz amenazante de mi amigo: esto es lo que te espera de seguir esquivándome en tus asiduos paseos por tu sublimada ciudad. Y desapareció como por encanto. Eso sí, repitiendo reiteradamente... «Hoy viven los peces o mueren de risa/ que no hay quien los pesque por la grande sisa...».