El Fondo Monetario Internacional (FMI) ha remitido un informe al Gobierno español en el que le recomienda una serie de medidas económicas urgentes, que van desde la privatización de las cajas de ahorro y de una reforma laboral que abarate el despido hasta el aumento de la edad de jubilación. Al mismo tiempo que hace eso, el FMI alaba las medidas ya anunciadas de reducir el sueldo a los funcionarios y congelar las pensiones. En definitiva, un recorte social profundo con el pretexto de reducir el déficit público.

La eficacia de esas propuestas es cuestionable, porque el principal problema de la economía española, aparte de su baja productividad, no es que el déficit público sea alto (de hecho es inferior al de muchos países europeos), sino que la recaudación fiscal es injusta y permite una bolsa de fraude enorme que algunos estiman en un 25% del PIB.

Si esa reforma fiscal progresiva se hubiese llevado a cabo desde el inicio de la etapa democrática, el Estado español no hubiera tenido que abrocharse tanto el cinturón en las sucesivas crisis que hemos padecido. Pero ningún Gobierno, ni socialdemócrata ni de derechas, se atrevió a llevarla a cabo para no molestar a los poderes económicos y financieros. Como consecuencia de ello, las únicas medidas posibles para paliar los destrozos causados por la mala gestión capitalista son siempre las mismas. Es decir, congelar el sueldo a pensionistas y funcionarios, privatizar las empresas públicas rentables y recortar otros gastos sociales. No obstante, la oposición y sus aliados mediáticos han saludado con entusiasmo estas recomendaciones del FMI, en la medida en que ponen la autonomía del Gobierno en entredicho y menoscaban su popularidad de cara a las elecciones.

Ahora bien, las recetas de esa institución (creada después de la II Guerra Mundial para prevenir catástrofes financieras como la Gran Depresión de 1929) son muy poco fiables si nos atenemos a la experiencia. Desde la década del setenta del pasado siglo, las recomendaciones del FMI no han evitado las sucesivas crisis financieras que sacudieron el mundo y más bien podría decirse que las han agravado. Parece mentira, pero es así.

La razón de esa ineficiencia la explica muy bien el premio Nobel de Economía Joseph Stigliz en su libro «El malestar en la globalización». Según este profesor universitario, que fue asesor de Clinton y vicepresidente del Banco Mundial, el FMI dispone de un estupendo equipo de técnicos, pero éstos pasan buena parte de su tiempo en Washington disfrutando de la vida, salvo viajes ocasionales a los países que deben inspeccionar. Su conocimiento sobre la realidad de esos países se limita a informes estadísticos poco fiables, proporcionados por organismos oficiales deshonestos o por bancos interesados en defender allí sus inversiones. Ese tipo de comportamientos explica un caso como el de Grecia, que presentó cifras amañadas sobre la situación real de sus finanzas, con el resultado que ahora está a la vista.

A propósito de todo ello, recuerdo que, cuando comenzaba esta crisis mundial, el señor Rato, ex director gerente del FMI, dio una conferencia en la ciudad donde resido. Apuntó como origen de la debacle a la práctica de muchos bancos americanos de prestar dinero de forma arriesgada. «Una entidad bien organizada -dijo- por cada dólar que tiene en caja, presta doce, pero nunca debe llegar al veinte por uno». Lo que no dijo es si el FMI había previsto la crisis, pese a que se produjo en Washington delante mismo de sus narices.