El tedio sigue siendo una plaga en nuestra vida. Cuando amenaza el tedio con la solemnidad de un cielo pesimista y enemigo, escucho las canciones de Javier Krahe. Ahora que Krahe mantiene un silencio iluminado y diletante, la actualidad acude a él en forma de Santa Inquisición, pues los ultra del nacional-catolicismo lo quieren empapelar por un cortometraje rodado hace treinta años, en el que explicaba cómo cocinar «un Cristo al horno».

En este ciclo que le estamos dedicando a la crisis, quizás el tipo que mejor nos representa en este gran relato es Javier Krahe, cuyo cancionero es un mapa satírico donde están marcadas todas las lealtades, todos los desencuentros, todos las sorpresas y todas las decepciones que nos depara la vida. De alguna forma, Krahe ha compuesto un cancionero donde se cuenta una crisis personal, una crisis económica, una crisis política y una crisis sentimental, que encuentra en el humor una buena escapatoria para conservar una tímida sonrisa. Se diría que Krahe es un místico vestido de parado o un sátiro mordaz y nocharniego que se ríe de cualquier dogma porque vive abrazado a la duda.

Uno no sabía hacer la o con un canuto cuando González propuso el ingreso de España en la OTAN y Krahe le cantó aquello de Cuervo ingenuo, pero muchos años después, la adolescencia nos enseñó que el juglar se había convertido en un hombre amortajado en pentagramas, en un hidalgo pegado al humo tenue de un cigarro, con ojos de perro lazarillo, triste, barroco y desencantado, que bebía a largos tragos el whisky añejo, entre canción y canción, en un club al que acudían a escucharlo todos los perdedores de Madrid. A cierta edad, uno es responsable de su propio rostro y el de Krahe es hoy un buen símbolo de todos los hombres viejos resignados a sufrir la derrota de las utopías, ahora que las utopías nos han abandonado, después de ofrecernos un servicio completo a precio de saldo.

Krahe ha hecho la crítica de la sociedad posmoderna y anónima, es un columnista que hace música, instalado en el descontento y en un humorismo triste que levanta el ánimo de la gente. Sabe que la sexualidad, la religión y la OTAN son una gran impostura y que el espectador ya no espera teorías, sólo experiencias. Por el momento, Krahe sobrevive a la ira santa del nacional-catolicismo que vuelve a levantar estos días la España blanca de la cruz que él mismo metió en el horno hace treinta años.

El lado trágico de la vida es también cómico y cada vez que escucho a Krahe observo que el hombre es un espermatozoide verboso, ligado químicamente a la palabra y al equívoco. Sin embargo, Krahe sigue siendo la espada corroída de Madrid, un trovador capaz de embestir a la rutina, resucitando una estrofa de Quevedo, corrigiendo al destino en una rima o elaborando canciones con la meticulosidad de un ajedrecista dispuesto a desnudar con un solo gesto a una hermosa felatriz.