Hace unas semanas era noticia que un joven motorista fallecido en Puerto Rico fue embalsamado y montado en la motocicleta de sus amores para ser velado de esta guisa por sus familiares y amigos. De forma semejante, el mundo de la tecnología informática crea tales adicciones que no sería extraño que los deudos del informático adicto (cibernauta, hacker, bloguero?) adoptasen medidas para el enterramiento con el PC, Mac, iPhone o «gadget» similar.

Se trata de casos extremos, pero bajo este enfoque negro cabe preguntarse qué sucede cuando el común de los ciudadanos se lleva a la tumba las contraseñas de acceso a su cuenta de correo electrónico y hay terceros interesados en acceder a los mensajes y archivos. El problema no es teórico, ya que la correspondencia privada clásica (manuscrita, en sobre y con sello) ha sido sobrepasada por la correspondencia virtual, aumentando cualitativamente las posibilidades expresivas (pueden acompañarse archivos de documento, audio, imagen o vídeo) y aumentando cuantitativamente la información ofrecida (si los mensajes de correos electrónicos se enviasen por el servicio postal clásico, Correos y Telégrafos sería una compañía de tamaño superior a cien mil multinacionales de Coca-Cola).

Desde el punto de vista del Derecho, y parecidamente a lo que ocurre con otros sistemas actuales como los teléfonos celulares portátiles, el correo electrónico contiene una ingente cantidad de datos de carácter personal que normalmente atañen a la esfera privada de las personas, y que están protegidos frente a las intromisiones ilegítimas por el Código Penal, por la actividad sancionadora de la Agencia de Protección de Datos e, incluso, por acciones civiles.

El problema brota en un segundo nivel, centrado en si tal «secreto» se extingue con la muerte del titular de la cuenta de correo electrónico, con lo que nadie podría acceder a su conocimiento, o si por el contrario los herederos u otros interesados pueden exigir el acceso dirigiéndose a las empresas proveedoras ( Yahoo!, Google, Windows, etcétera). Recordemos que allá por el año 2005 se difundió que un juez de Michigan (EE UU) reconoció a la familia de un militar fallecido en Irak el derecho a acceder a la cuenta del correo electrónico de éste con el fin de poder recuperar sus últimos mensajes y fotografías almacenados, rechazando así el pretexto de Yahoo! sobre su política de privacidad.

Esta cuestión presenta una dimensión jurídica y una dimensión moral.

Así, muchos son los interrogantes jurídicos que deben ser resueltos caso a caso: ¿esos correos reflejan la voluntad del suscribiente o de alguien que tuvo acceso «inconsentido» a su contraseña?, ¿el mensaje responde a una voluntad seria o lúdica?, ¿hay garantías de que no se modificó posteriormente desde la misma u otras cuentas de correo?, ¿qué voluntad prevalece en el acceso al correo corporativo, la de la empresa o la de los herederos del trabajador?, ¿los correos son de quien los emite, de quien los recibe, o es titularidad compartida?...

Además, no puede eludirse la preocupante dimensión moral: ¿corremos el riesgo de efectuar una intromisión póstuma en la intimidad y el derecho de imagen del finado?, ¿qué sucede si la viuda se entera de la existencia de una amante del marido?, ¿y si la empresa descubre la corrupción del trabajador?, ¿o si queda al descubierto algún tejemaneje o afición inconfesable??

No son discusiones bizantinas ni teóricas, ya que en general los correos electrónicos pueden ofrecer valiosas pistas informativas y confidencias espontáneas que pueden contribuir a solventar problemas jurídicos. No es difícil imaginar, por ejemplo, un procedimiento judicial sobre acoso o mobbing en que los correos electrónicos sirvan de prueba de su existencia (revelan voluntad de quien los inflige o el sentimiento de quien los soporta), ni tampoco sería extraño un procedimiento de investigación tributaria o penal donde el rastro del entramado figure tejido con correos electrónicos, o que ofrezca pruebas de un negocio civil.

Podemos avanzar que si habitualmente los herederos son destinatarios de la correspondencia privada del difunto, en buena lógica también deberían serlo de esas huellas electrónicas que son los castizamente bautizados como «emilios», pero lo cierto es que se constata una distinta actitud de las empresas de servidores del correo a la hora de facilitar el acceso de personas al correo electrónico de un difunto, dependiendo de la legislación del país respectivo: los hay que consideran los mensajes un derecho personalísimo y como tal intransferible (salvo orden judicial), y otros que lo consideran un derecho patrimonial y como tal transmisible; también depende de quién lo solicite: hay servidores que lo facilitan a cualquiera que acredite un mínimo interés legítimo (material, para aclarar un negocio, o simplemente moral, para recordar al finado), y compañías que solamente lo facilitan previa acreditación rigurosa de la condición de heredero del finado.

En fin, saliendo de esas arenas movedizas jurídicas, lo interesante es mostrar cómo internet ha irrumpido en estos yacimientos fúnebres de negocio. Por un lado, hay empresas de internet que ofrecen servicios «post mortem». Las hay que, como los bancos suizos, ofrecen un depósito de las contraseñas (no sólo de correo electrónico, sino de cuentas bancarias o similares) para facilitarlas, a la muerte del interesado, a quien éste hubiere señalado en vida. Otras compañías garantizan al interesado que a su fallecimiento comunicarán su viaje eterno con inmediatez y delicadeza a todos los contactos de su libreta de direcciones.

Más originales resultan las empresas que ofrecen el servicio de mensajería póstuma para dar cumplimiento a la última voluntad del difunto, comprometiéndose a enviar los mensajes «post mortem» a las personas que hubiera indicado y programado en vida; aquí cabe todo: agradecimientos, quejas, insultos, despedidas, reconocimiento de culpa, paternidades, felicitaciones de cumpleaños, etcétera. Afortunadamente, este artículo no ha sido enviado por correo electrónico desde el más allá?