Israel está otra vez en el punto de mira de la opinión tras el abordaje de una flota de activistas antisionistas que ha causado al menos una decena de víctimas. Pero como suele ocurrir, pocos de los que hoy afilan plumas y lanzas han estado allí. Si lo hubieran hecho habrían visto que en Israel la seguridad fronteriza está en manos de niños. Alistamiento obligatorio. Los jóvenes están obligados a realizar el servicio militar, pero su aspecto fofo delata que aman más la comida basura que el sionismo. Van a perder la guerra si se siguen ablandando.

Yo crucé sobre una moto desde Jordania, recorriendo una zona presuntamente militarizada desde los acuerdos de paz de 1994. La realidad es que los militares árabes sesteaban en sus garitas ajenos a todo lo que no fueran sus ronquidos. Cuando llegué a la frontera, el aduanero jordano tenía a sus pies un cajón lleno de matrículas. Los árabe-israelíes cambian las placas de sus coches para cruzar. Los militares hebreos someten a los viajeros a un interrogatorio completo que tiene aroma a ópera bufa. «¿Ha visitado Marruecos?», me pregunta una chiquilla rubia con uniforme verde oliva y acento ruso. «Sí», respondo, «varias veces. Está al lado de mi casa».

En Nazaret me alojo en un convento que está lleno de españoles. Unos parecen del Opus; los otros, trotamundos izquierdistas. Han venido a protestar contra la ocupación y a pesar de ello los han dejado pasar. Voy a salir a por unas cervezas y me advierten las monjas del riesgo de la delincuencia común.

A Jerusalén se accede a través de una autopista de tráfico intenso. En la ciudad vieja hay legiones de turistas. Los alojamientos más baratos están en el Cuarto Musulmán. El palestino que regenta el Youth Hostel Hebrón me dice que los cristianos somos blasfemos porque igualamos a Cristo, un hombre, con Dios. Está bien, lo que tú digas, pienso, pero yo quiero ver dónde nació. Los milicianos de Al Fatah no me quieren dejar entrar en Belén en moto. Es sólo una excusa para que use uno de los taxistas árabes autorizados a acarrear peregrinos. «No me da la gana», contesto. Al final, me dejan pasar. La iglesia de la Natividad alberga una garita para esta Policía política desde que en la última «intifada» usaran el templo como búnker y urinario.

Regreso al Estado de Israel sin que los militares judíos hagan siquiera ademán de detenerme. Será porque piensan que los terroristas suicidas no saben montar en moto. Introducido de nuevo en la autopista, nadie objeta por mis maletas llenas de pegatinas de países como Siria, oficialmente en guerra con ellos. Tel Aviv es una ciudad anodina. Comiendo un kebab observo cómo viejos judíos ricos pasean por un parquecito en un intento de realizar ejercicio físico. La imagen es la misma que se puede ver en los paraísos artificiales construidos en el desierto de California como Indian Wells.

En Haifa encuentro Rosenfeld Shipping, una naviera que me sacará del país vía Chipre, pues ya no puedo regresar por tierra. Mi pasaporte está corrupto con un sello repudiado en la mayoría de países árabes. El precio del pasaje es escandalosamente caro, debido a los altos seguros que pagan todos los barcos que atracan en Israel. La encargada habla español porque es judía argentina.

«¿Sabes?», me dice cuando examina mi pasaporte, «tengo un primo en España. Allá es un tipo muy importante, pero por acá no lo queremos mucho. Es de izquierdas, periodista, y siempre ataca al país. Parece que no le gusta nada que sepan que es hebreo».

«Bueno», respondo mirando el letrero que tiene sobre la mesa con su nombre y apellido, «no se lo debéis reprochar demasiado, la mayoría de los periodistas en España no siente mucha simpatía por Israel. No se prospera en el negocio defendiendo el sionismo. Pero eso sí», añado con mi mejor sonrisa, por si cae una rebaja o un camarote exterior. Lo que no sabía es que Ernesto Ekaizer tuviera una prima tan guapa.