Hay gente que baila con elegancia aunque no se lo proponga, y otra que por mucho que se lo proponga no consigue seguirle el ritmo ni a su propia sombra. Y es que el baile, como todo arte, no es sólo cuestión de voluntad, sino de destreza. De ahí que existan tantos bailes como tipologías de danzantes.

Están, por ejemplo, los agarrados, que son esos bailes prietos en los que sólo se requiere pegar muslos, pechos y caderas en intensos abrazos de velcro. No hace falta, pues, ser un bailarín experimentado como es requisito en otros bailes más arriesgados. Estoy pensando, por ejemplo, en el breakdance y sus variantes. Vaya por delante que esto no lo deben hacer los que no sean expertos, tengan amagos de ciática o hayan sobrepasado la treintena.

Y eso que la edad no siempre condiciona al danzante. Por ejemplo, hay bailes pasionales, como el tango arrastrado y arrabalesco, en el que los pies se pegan al suelo y sólo se levantan para enroscarse en la pernera ajena. Ahí la flexibilidad no es tan inexcusable como lo es en los bailes sincopados, en plan africano, donde la cabeza manda y la cadera la sigue en una replica sísmica.

Hay bailes rimbombantes, de tipo más austriaco, en los que la dama se agacha y el hombre hace reverencia. Bailes inventados, como el baile del pañuelo, y bailes ancestrales, donde la idea es comenzar todos con la misma pierna (no entra en esta categoría la danza prima que cada año se recrea en la playa de San Lorenzo, por muy coreografiada que sea la pieza).

Hay bailes del verano que al siguiente año ya no se recuerdan. Bailes íntimos, de esos que se hacen cuando te quedas solo en casa en plena adolescencia. Bailes meditados, de los que se ensayan antes frente al espejo, bailes comunales tipo conga y bailes inmortalizados en alguna cinta de vídeo que te recuerdan por qué nunca quieres ir a bodas, bautizos o despedidas de soltero. Y los hay en otros contextos, sincronizados en el agua o incluso al aire libre, en plan romería.

Pero de todo ellos hay un baile que requiere la mayor de las destrezas, y ese es el baile de cifras que, sea cual sea la protesta, al día siguiente aparece en los medios de comunicación atestiguando que según los convocantes la convocatoria fue un éxito y según fuentes oficiales, un verdadero fracaso. Sirva de ejemplo los datos ofrecidos tras la huelga de la función pública en Asturias. Para el Principado, sólo secundada por un 10%, y para los sindicatos, casi por un 80% de los llamados al paro. Un baile de cifras demasiado grande como para que la ciudadanía no caiga en la cuenta de que está bailando con la más fea: la soberbia de quienes piensan que bailaremos siempre al son que ellos marquen. Y es que para convencernos se necesita más que voluntad: se necesita habilidad, arte, primor o propiedad con la que se hace algo. Es decir, destreza.