El consejero del Fondo Monetario Internacional José Viñals (antes vicegobernador del Banco de España) identifica los cinco factores clave de un buen supervisor. Aunque él parece dirigirse a los analistas de riesgos financieros, me permito incluir en el concepto a otros profesionales de la evaluación o la certificación, desde auditores externos e internos a interventores o síndicos.

Para Viñals todos los supervisores deben ser intrusivos, proactivos, abiertos de mente, adaptables y concluyentes. Intrusivo significa tener un conocimiento profundo de la entidad supervisada, en suma, meter la nariz y saber lo que está pasando. Por otro lado, ser proactivo conlleva que un supervisor debe ser escéptico y siempre ha de cuestionar todo, «incluso en los buenos tiempos», dice.

La buena supervisión exige también ser abierto de mente, que supone no dejar piedra sin remover, y siendo especialmente vigilante sobre lo que está pasando en el borde de la raya de la legalidad. Para ser adaptativos, los supervisores deben mantener sus ojos sobre el movimiento de la pelota, mantenerse al día sobre las innovaciones que se producen, nuevos servicios y nuevos riesgos. Y, por último, la supervisión debe ser concluyente, no basta con identificar los problemas, sino también su seguimiento.

En definitiva, auditores o interventores son esas personas que nunca debieran dejarse llevar por la euforia colectiva o por los estados de ánimo, lo que implica enfrentarse a los chicos «guay» y a los intereses creados. Vamos, verdaderos aguafiestas. Por ello, una de sus principales cualidades es aprender a decir «no» a tiempo. Una negativa a tiempo puede ahorrar muchos quebraderos de cabeza futuros. Pero ¿cómo se aprende a decir «no»? Es difícil y nadie nos lo enseñará, aunque ayuda mucho contar con personal altamente cualificado y estar en una organización que fomente la independencia de criterio, libre de interferencias políticas o mercantiles.

Que los auditores desarrollen una tendencia negadora forma parte de sus posiciones habituales en las organizaciones. En el caso de los auditores internos, muchos gestores perciben que su función interfiere con los objetivos, la innovación y los riesgos inherentes a la dirección. Surgen entonces esos frecuentes conflictos.

Como recordaba recientemente el Presidente del ICAC, «el auditor no es el supervisor prudencial, sino el encargado de verificar si los estados contables presentan la imagen fiel, aunque para hacerlo tenga que considerar muy especialmente los riesgos de la entidad auditada». Por ello deben tener fuerza para enfrentarse a situaciones de alta tensión, y mantener un criterio profesional independiente, que al final de su vida profesional, será su única recompensa. Los secretarios e interventores locales ofrecen buenos y diarios ejemplos de ello.

Sobre la incomodidad de sus funciones fiscalizadoras, en una reciente sentencia, el propio Tribunal de Cuentas de España nos ha recordado que no suele ser tarea fácil ni agradable y «el ejercicio correcto de su trabajo puede dar lugar a situaciones de malestar y teórico enfrentamiento con los ordenadores de pagos». En el asunto enjuiciado, el Interventor fue condenado a reintegrar el gasto (que había fiscalizado de conformidad) en unas esquelas de prensa nacional dando cuenta del fallecimiento del padre del Presidente de la Ciudad de Ceuta, dedicadas las citadas esquelas por sus propios familiares y no por la Corporación que la financiaba. «Pero es aquí donde radica la dificultad y, al mismo tiempo, la grandeza de la función interventora, amparada en cualquier caso por las leyes», dice el Tribunal.

Alguien juzgará poco delicado reparar la idoneidad de un gasto en tan delicado momento, por eso los auditores deben abstraerse emocionalmente de la situación, alejándose de aquellas influencias que persiguen desviar su juicio.

Un suceso en el que se adoptó un punto de vista demasiado indulgente se destapó con el desplome del Banco americano Lehman Brothers. Los auditores no cuestionaron el uso del complejo pacto de recompra denominado «Repo 105». Así, mediante lo que en esencia es un préstamo a corto plazo contabilizado como una venta, se lograba reducir la deuda en 50.000 millones de dólares. Los activos financieros «vendidos» eran, una vez publicado un balance trimestral más saneado, recuperados por el banco que se endeudaba de nuevo hasta los niveles originales para adquirirlos. El auditor toleró que el banco dejara de informar en la memoria acerca de estas operaciones y, por ello, el juez instructor norteamericano de la quiebra también imputa al auditor la responsabilidad. La prudencia es un principio contable y también una parte relevante de nuestro sentido común. También forma parte indisoluble de nuestra actividad el miedo, que debió excitar la imaginación de la firma auditora; miedo, seguramente, a perder a un cliente tan importante. Pero, claro, eso lo sabemos ahora.

Xavier Marcet, en su lúcido libro «Cosas que aprendemos después» (editorial Plataforma, 2010. 190 páginas y 16 euros) reflexiona con sabiduría sobre múltiples aspectos del trabajo en las organizaciones. Nos recuerda que la gestión profesional está llena de miedos, que todos sobrellevamos como podemos. Nos movemos entre la emoción y la razón para hacerles frente: miedo a no estar a la altura, a no poder cumplir con nuestra responsabilidad, temor a la insidia o a que nos manipulen. El miedo nos acompaña en nuestro quehacer como directivos aunque a veces, dice Marcet, una forma de vencerlo es no tener miedo a compartirlo.