Acaba de anunciarse que el Premio «Príncipe de Asturias» de las Letras ha recaído en el libanés Amin Maalouf y no tengo ni idea de quién es tan meritorio personaje. De hecho al escuchar al Presidente de la Real Academia de la Lengua aclararnos en el Acta que sitúa al lector «en el gran mosaico mediterráneo de lenguas, culturas y religiones para construir un espacio simbólico de encuentro y entendimiento», me he avergonzado por no leer tan fecunda obra literaria pero mucho más por no comprender bien qué diantres quiere decir éso.

Si se trata de economía, con la crisis que está cayendo bajo la perplejidad de ministros, catedráticos y consultores, confieso que no me preocupan las causas de la crisis pero me alarma seriamente no comprender las recetas de los expertos ni ser capaz de creérmelas.

Si hablamos de tecnología confieso que desconozco la mayoría de las funciones de mi teléfono móvil, al igual que del aparato de video y de la cámara de fotos. Me sobran teclas y funciones. Tampoco me explico por qué los fabricantes incluyen instrucciones en siete idiomas distintos con lo fácil que sería ahorrar papel (y árboles) incluyendo una sencilla instrucción en el idioma del lugar de destino. Mi ignorancia me lleva a tener casi un centenar de canales televisivos sin tiempo disponible para ver una película entera, o a comprar periódicos cuando Mr. Google me informa de todo, aunque soy incapaz de ordenar y digerir tanta información digital.

Cuando se trata de arte meritorio según la crítica especializada, lamento no compartir tan positivas alabanzas si se trata de cine experimental, arte contemporáneo o música clásica alternativa. Lamento que mi grado de desarrollo mental me impida calificar lo extravagante de sublime.

Tampoco comprendo cosas cotidianas como que los sindicatos convoquen una huelga para protestar contra unas medidas gubernativas que supondrá recortar más los bolsillos de los huelguistas, al igual que no comprendo que si el derecho de huelga es un derecho por qué hay piquetes informativos. Pero donde mi ignorancia se eleva es cuando me asomo al balance en cifras de la huelga, cuya estimación varía según el medio de comunicación que lo ofrece o según lo exprese el Gobierno o los sindicatos.

Cuando se habla de Derecho, pensaba que haber obtenido una Licenciatura en tal disciplina me permitiría comprender los entresijos de una ciencia consolidada por los siglos y en que el ser humano deposita su confianza para solventar los conflictos y conseguir la paz social. Pero no, basta consultar los Boletines Oficiales para darse cuenta de que el aluvión de leyes y reglamentos es indigerible por cualquier mente humana. Además, para percibir la alta dosis de inseguridad jurídica basta asomarse a la jurisprudencia de los tribunales y constatar que las sentencias de aquí pueden no coincidir con las de allí, y que lo que un tribunal inferior dice es corregido por otro superior, que a su vez se ve rectificado por otro supremo, y en este mismo Tribunal Supremo los votos particulares de hoy se convierten en las sentencias del mañana. O sea, difícil de comprender para el ciudadano y más difícil de explicarlo un abogado al cliente que pierde un pleito anunciado como ganado.

En ese estado global de ignorancia, me sentí aliviado cuando le señalé a mi hijo de dos años y medio las montañas del Pajares: «Mira, las montañas», y el me dijo: «¿ Quién las puso ahí?». Tras un titubeo opté por la vía cómoda: «Dios, hijo, todo eso lo puso Dios», y entonces me miró y con su vocecita me dijo: «¿Y quien puso a Dios?». Entonces comprendí que hoy día hay que dejar la soberbia en la alforja de la espalda mientras al frente debemos caminar con prudencia y humildad y es que, como dijo el filósofo, «sólo sé que no sé nada».