Hay muy pocos imprevistos que no hubiesen podido ser predichos y las inundaciones de los días pasados son un claro ejemplo. Sabemos positivamente que en Asturias hay periodos de sequía y aguaceros. Era seguro que las lluvias torrenciales tenían que producirse tarde o temprano y es seguro que se repetirán. Es seguro que habrá vendavales, tormentas eléctricas, olas enormes y temblores de tierra. Ha habido en el pasado y volverá a haber. Es seguro que habrá incendios, vertidos contaminantes y accidentes aéreos, marítimos y terrestres. Es seguro que habrá epidemias, atentados y crisis económicas. Es seguro, incluso, que varios de estos fenómenos se presentarán alguna vez juntos y en el peor momento, haciendo el máximo daño posible. No sabemos cuándo, es cierto, pero sabemos que pasará y que tenemos que estar preparados. Cuando se presenta un acontecimiento de este tipo, no se puede alegar que era algo impredecible porque es mentira.

Mejor que luchar contra los desastres es evitar que ocurran. No podemos, de momento, controlar los fenómenos naturales, pero estos rara vez devienen en catástrofes sin la ineptitud humana. Para que se inunde un hospital, no basta que llueva mucho; hace falta un incompetente que lo construya en una zona de aluvión. Para que se forme un embalse que anegue varias casas, no basta que crezca el río; es necesario que algún idiota coloque un talud en su camino o intente robarle su cauce. No es cuestión de mala suerte. Después de hecha la chapuza, es, simplemente, cuestión de tiempo que suceda. La idiotez y la deshonestidad, juntas o por separado, están en el origen de casi todos los grandes desastres.

Lo primero, predicción. Hoy en día es posible anticipar la mayoría de los fenómenos naturales e, incluso, identificar con cierta precisión las causas, lugares y fechas más probables de los accidentes de origen humano. Los segundo, prevenir. Debería haber un análisis exhaustivo del potencial comportamiento de las infraestructuras y equipamientos vitales existentes frente a estas circunstancias adversas y tener en cuenta este hecho en la planificación de las nuevos. Si excavamos una ladera inestable confiando en que no llueva torrencialmente, tendremos argayo asegurado. Si dejamos que las torres eléctricas se pudran confiando en que no habrá nevadas ni vientos fuertes, tendremos garantizado un apagón. Si no extremamos la vigilancia confiando en que los pirómanos se arrepientan por si solos, arderemos por todas partes.

Desgraciadamente, el dinero invertido en previsión y prevención no produce tantos réditos políticos como el que se invierte en reparar los daños. No permite salir en la foto porque evita que haya foto. Sin embargo es cien veces más rentable económica y humanamente. Los ciudadanos deberíamos reclamar que no se detrajera ni un euro de estos conceptos y, en aquellos casos en los que se hace oídos sordos a los reiterados avisos de los particulares, exigir que los culpables de ignorar estas advertencias hicieran frente personalmente a los daños causados por su estulticia, deshonestidad o incompetencia. Mientras los responsables últimos sigan quedando impunes, los desastres se repetirán una y otra vez.