Me parece estar aún oyendo los últimos ecos de los voladores de la jira a Santana y ya resuenan los primeros de las novenas. Ya ha pasado otro año. El tiempo se escurre a toda velocidad por las rendijas de nuestra existencia, así que conviene disfrutar el que nos queda. Esa es una de las razones de ser fundamentales de las fiestas: hacer un alto en el camino y permitirnos mirar atrás, mirar adelante y recordar que trabajamos para vivir y no al contrario. Porque, metidos en la dinámica monótona e interminable del día a día, llegamos a olvidar cuáles son las cosas que de verdad importan. Presionados por las cifras y achuchados por el reloj, acabamos por perder el contacto con las personas y, por tanto, con nuestros sentimientos. Por eso son tan vitales estos intermedios festivos que nos permiten reencontrarnos no sólo con nuestros mejores amigos, sino también con lo mejor de nosotros mismos.Este es uno de los pilares básicos de las fiestas del Carmen. Más que de la música y el baile, más que de los vinos y potajes, tanto, incluso, como de los voladores, disfrutamos del reencuentro con todos esos amigos que apenas podemos ver el resto del año. Esta es tierra de emigrantes y nuestras gentes tienen tan hondas raíces como largas ramas que les llevan por todo el mundo. Por eso es difícil viajar sin tropezar con algún conocido y por eso es fácil vivir en Cangas y no ver a algunos de ellos más que por estas fechas. Por eso las peñas son, además de símbolos de la idiosincrasia canguesa, elementos de primera necesidad para no perder el contacto.

El placer de reencuentro, al contrario que otros, va ganando en intensidad con el paso del tiempo. Sentarte a una mesa sin prisas y recordar travesuras de infancia, aventuras de adolescencia y desventuras de madurez es una de las cosas más cercanas a la felicidad que puede alcanzar el ser humano. Volver a saborear las cerezas robadas, los besos furtivos y los abrazos perdidos. Relatar, una vez más, esas anécdotas cien veces oídas que se cuentan en grupo, interrumpiendo al narrador para corregir la memoria o, tal vez, la historia. Cantar a coro esas viejas canciones que nos llevan con sus mágicos sones a otros tiempos y otros lugares.

Navegantes en el mar de los recuerdos, retornamos a las islas de nuestra infancia o juventud y allí encontramos a los amigos que las compartieron con nosotros. Por eso no debe extrañarnos si, entre los jóvenes bulliciosos que bailan en la calle, vemos pasar grupos de gente de cabeza cana, con ojos brillantes y andar ligero, riendo alegremente y tarareando a media voz. Están en el lugar que más les gusta y con la gente que más quieren; tienen en su boca el sabor de la compuesta, en su nariz, el olor de la pólvora, en sus oídos, el estruendo de los voladores, y, en el fondo de sus corazones, vuelven a tener quince años.

P. D. Añado estas últimas líneas un lunes de euforia después de un domingo de celebración roja. Compartir alegrías también ayuda a consolidar la amistad. Espero que podamos todos compartir muchas más en el futuro.