Hace tiempo que conozco a José Bono. Fue mi abogado en aquellos tiempos en los que un joven periodista corría el riesgo de caer en los tribunales políticos del franquismo. Luego hemos coincidido, yo como periodista, él como político, en innumerables ocasiones. Alguna vez, es cierto, he criticado sus avatares y sus excesos, en no pocas ocasiones él me ha negado el acceso a informaciones que poseía, y que luego pondría en manos de periodistas más importantes que yo; son las reglas del juego, un juego que entiendo y que pienso que él entiende (y domina). En todo caso, el cordón umbilical jamás se cortó.

Ni tampoco se ha cortado ahora, cuando José Bono, de quien pienso que más hubiese valido que hubiese ganado aquella pelea, en 2000, por hacerse con el control del PSOE, pasa por sus peores momentos. Políticos y personales. Nunca creí que hubiese cometido las irregularidades que, sin más pruebas que las de haberse hecho aparentemente rico, le han atribuido. Aunque cierto es que jamás me convenció alguna deriva de falso hacendado y glamuroso-consuegro-de-famoso de la que quiso rodearse.

Eso, estamos de acuerdo, puede no quedar muy dentro de la estética de la «gauche» más o menos «divine», pero lo que no es es delito. Y ha habido quien ha insistido en presentar al actual presidente del Congreso casi como un aprovechado delincuente, involucrando en ello a su familia. Ignoro cuánto de todo esto habrá pesado en la separación de su mujer, según algunos, cantada desde hace bastantes meses, pero concretada precisamente ahora.

No quisiera mezclar unas cosas con otras: allá ellos con sus vidas privadas, y yo no puedo, como persona que le aprecia, sino lamentar estos malos momentos en la existencia de José Bono y de la señora que ha compartido tres décadas con él. En cuanto a su vida pública, he constatado su dedicación a la «res publica»: allá, cuando era presidente de una comunidad, y acá, como ministro de Defensa y presidente del Congreso. Nada sé de sus dineros, de los chanchullos que le quieren adjudicar. Pero la fiscalía del Supremo, de la que, en este caso, algunos llegan casi al borde de insinuar que prevarica por esto, ha considerado que no hay delito y, para mí, no lo hay. Sé, no obstante, que sus perseguidores no se darán por satisfechos, añadiendo la pena infamante a las muchas penas derivadas de una persecución de papel.

Bono era, es, un triunfador. Y tiene que pagar el peaje. Antes que él, y en paralelo con él, otros lo pagaron o lo están pagando (Demetrio Madrid, quién sabe si Francisco Camps...): en este país, la «pena de telediario» se confunde con la lucha contra la corrupción, la presunción de inocencia no se respeta, la injuria está a la orden del día, algunas guerras periodísticas o políticas no respetan fronteras. Y, mientras, los grandes delincuentes de guante blanco y cuello encorbatado, tan campantes. País.