Posiblemente fuera en un miércoles como éste, después del gran letargo del martes, tras el apagón de las bombillas del lunes y la despedida de la música en el campo de la fiesta. Popurrí y corros. Manos encadenadas. Tal vez yo no recuerde la tristeza como la veo ahora, como la siento siempre, pero era en un día como éste, al empezar agosto y al estrenar la luz que ya decían de invierno. El solar solo, con la hierba pisada, sembrada de botellas y papeles. El armazón del quiosco y la barraca, medio tumbados ya y sin toldos.

Cuervo recogía los altavoces y los cables, enrollándolos con cuidado y guardándolos en la furgoneta. Los portugueses de la tómbola y los del tiovivo descolgaban mostradores y mamparas de aquellos chiringuitos de chapa pintados de colores. Hablaban -no era nada fácil entenderlos- de otro sitio, de las siguientes fiestas, de una ciudad lejana. Los pequeños, ágiles y vivarachos, correteaban descalzos, sin pantalones, con camisetas grandes. Ellas, que amamantaban siempre a alguna criatura a plena luz, solían tender la ropa en un bardal detrás de las casetas. Llevaban faldas largas y camisas chillonas y pendientes de oro y un moño con horquillas en la nuca. Pero todo acababa.

Las casas, con las fachadas encaladas y limpias, quedaban silenciosas y solas, sin gritos ni familia ni las mesas gigantes que, sobre caballetes, se improvisaban en las cocheras y en los tendejones. El pueblo parecía volver a ser el mismo. Doce meses de rutina y cansancio, de invierno y aislamiento. Doce meses de madrugar y escuela. Nada a la vista más que la nieve y las heladas de diciembre y el hechizo fugaz de los Reyes.

Todo un año esperando para tres días tan rápidos que nos sabían a nada. Como los fuegos de artificio y los petardos. Todo un año soñando con las verbenas y las noches más largas y la magia de los avellaneros, sentados por el prado, con un farol de gas y tres o cuatro cajas y una «goxa» en el medio, repleta de avellanas y rosquillas de anís y molinillos. Un año todo para escuchar entre el Nordeste y la emoción de la primera verbena las notas de aquel «mi limón mi limonero, entero me gusta más». Y unas lejanas islas Canarias que tardaría mucho en pisar y conocer.

Todo un año en las garras del viento y la tormenta.