A juzgar por la polvareda levantada, se diría que la decisión de prohibir los toros en Cataluña es el asunto de mayor trascendencia que puede vivirse en tiempos de tanta zozobra como los actuales. Se confirma pues, una vez más, que los españoles -incluso quienes no quieren serlo- tendemos a la hipérbole y somos capaces de liarnos la manta a la cabeza de la forma más pasional. Porque, reconozcámoslo, no puede decirse que la discusión más bien agria entre taurófilos y taurófobos haya aportado argumento nuevo alguno. De hecho, incluso las razones antiguas han sido a menudo dejadas de lado; a veces incluso por columnistas que se autocalifican como filósofos. Uno de ellos, tenido por miembro de la crema de la intelectualidad y, en su ejercicio de la política práctica, por partidario a ultranza del uso de la razón como mejor arma, descalificó a los defensores de los animales diciendo que es una memez sostener que se va a la plaza a ver sufrir a un animal. ¿Una memez? Podrá ser algo dudoso, algo difícil de demostrar, algo que necesita de muchos estudios para que los numerosos matices de la afición por los toros sean entendidos y explicados. Pero tan memo es usar términos absolutos en el ataque a la fiesta llamada nacional como en su defensa. Por no entrar en las más bien escasas virtudes que a estas alturas deberíamos saber que tiene un insulto.

Los taurófobos han seguido también caminos tan trillados como dudosos en el debate acerca de los derechos de los animales. Negar que pueda establecerse empatía con un animal es absurdo: cualquiera que tenga un perro, un gato o un canario lo sabe. Pero la atribución de derechos absolutos a los animales -y, ya que estamos, a las plantas- es complicado incluso dejando de lado el detalle, bien importante, de que la ética es un asunto humano. ¿Tendríamos que amparar el derecho a la vida de las bacterias? En realidad no tiene sentido discutir una vez más lo que se ha debatido hasta la saciedad. Lo suyo es centrarse no en el qué, sino en el por qué. ¿Por qué en Cataluña, por qué ahora? ¿Por qué el rechazo a los toros mientras se mantienen y defienden los correbous? La clave política es inmediata y crucial. Por más que parezca que se está defendiendo al toro de lidia -impidiéndole sufrir al prohibir las corridas, o garantizando que el animal exista gracias a ellas-, lo que en realidad se discute es, una vez más, la identidad nacional. Una u otra. Aceptémoslo porque, de lo contrario, de poco servirá cruzar argumentos viejos cuando se dirigen éstos hacia un problema distinto del que hay que resolver. Y más aún cuando el resultado que alcanzan es paupérrimo.

Poco progreso suele alcanzarse por la vía de la prohibición; las corridas desaparecerán de verdad como han desaparecido otras tradiciones más o menos bárbaras a medida de que nuestro mundo cambia: por muerte lenta, por indiferencia y a la postre, gracias al olvido generalizado. Las pasiones nacionales duran más pero tampoco son eternas. Crucemos los dedos confiando en que es así.