Los aeropuertos son microcosmos, pequeños planetas en las grandes terminales del mundo donde se concentran personas de todos los lugares en tránsito. Son una gran Babel, un mosaico de viajeros con sus costumbres, lenguas, vestimentas, gentes que van y vienen y que en ocasiones hacen del aeropuerto su hogar durante unas horas.

Por sus espacios nos cruzamos con los ruidosos mediterráneos, los ordenados nórdicos, los que corren de un lado para otro buscando su puerta de embarque, los que duermen, esperando por ese vuelo que no acaba de partir. También, como en la vida, hay división de clases sociales, salas vip y clase «business» para algunos, clase turista para la mayoría.

Los aeropuertos son testigos de despedidas, escenarios de promesas incumplidas, pero también de reencuentros. Los aeropuertos son, a veces, lugares de desesperanza. Esa maleta que gira en la cinta una y otra vez, sin nadie que la recoja (un dueño que, quizás, espera por ella en una cinta de otro aeropuerto, a miles de kilómetros). Este año, también, los aeropuertos son lugares de desconfianza: huelgas de controladores aéreos, cenizas volcánicas que amenazan con truncar nuestra llegada a destino. Son lugares que ilusionan por las vacaciones que nos esperan al otro lado de nuestro vuelo, y que, a la vuelta, desalientan por ese temido regreso a la rutina de siempre. La espera en la terminal se combate con un libro, un reproductor de música, y sobre todo, con dinero: cafés, comida rápida, numerosas tiendas duty- free que invitan a gastar para matar el tiempo.

Este verano he cogido seis aviones en distintos aeropuertos, con retrasos en el embarque, largas colas y una maleta que se queda en París mientras nosotros llegamos a Copenhague y que nos alcanza, dos días después, en Estocolmo. Diferentes destinos, fotografías, largas caminatas, más colas e historia contenida en antiguos edificios, en obras de arte, en gentes dispares y platos típicos. Y después de recorrer durante días las calles de grandes ciudades del norte de Europa volvemos a España y tomamos el último vuelo de regreso. Dejamos el calor seco de Madrid en el mes de agosto en la T4, con la desesperanza del que deja atrás también las vacaciones. Después de una escasa hora de vuelo nos informan de que estamos llegando. Por la ventanilla el sol brilla por encima de las nubes y, entre ellas, sobresalen las cimas de las montañas asturianas. Nos preparamos para descender. Atravesamos las nubes. Debajo de ellas, un día más bien gris, algo de orbayo, diecinueve grados. Se agradece, a pesar de todo, la vuelta a casa.