Hace 75 años (agosto de 1935) el poeta Luis Cernuda se identificaba con el paisaje y el paisanaje de la ría del Eo. Sus itinerarios se pueden seguir en el libro que sobre la Biblioteca de Castropol hizo Xabier Fernández-Coronado para KRK.

Por «En la costa de Santiniebla», que Cernuda escribiría en plena guerra civil, sabemos la impresión que el Occidente astur causaba en el poeta, que se sentía en la Estigia, mítica laguna entre la vida y la muerte. No sé si ese magnífico texto, entre descriptivo y ensoñador, fue conocido de la empresa que, por encargo de Pedro Piñera, acuñó la feliz calificación turística de Paraíso Natural, pero no cabe duda de que, para uno de los mejores poetas de todos los tiempos, en el Eo hay frontera edénica. En el mismo mundo de la poesía y la narrativa, Pepe Caballero Bonald, por el contrario, hace equivaler «estigia» a infernal, mientras que para Cernuda es el borde de la tranquilidad sobrenatural. El sevillano fue un adelantado del tal Paraíso Natural de la propaganda, que los asturianos deberíamos cuidar mejor. Así, habría que evitar hoy el hacha asesina de las agónicas construcciones que amenazan Castropol, al que el escritor veía ya como «pájaro enfermo sobre oscura colina que avanza hacia el mar».

En Santiniebla el poeta imagina también los crímenes que estarían sucediendo, con paseos y sacas nocturnas. La información que le llegaba era, no obstante, referida en conjunto a la retaguardia de la llamada zona nacional y, en absoluto, a noticia del propio Castropol, donde la negra muerte, en efecto, acaeció desde el primer instante de la ocupación militar pero a plena luz pues se hizo matar a los derrotados resistentes, en el centro urbano, a presencia del cura párroco, como supuesta réplica a la baja de un suboficial en el inmediato combate de San Juan de Moldes. En cierto modo, lo sucedido terriblemente en la realidad no se compadece con la ficción que sirve para lo que Vargas Llosa, Vizenzey y muchos más, llaman «verdad de la mentira literaria».

La crisis social y bélica que vivía España en los años treinta no impidió al poeta testimoniar la belleza del Eo. Al esplendor de esa geografía tampoco fueron indiferentes ni Ángel González, quizá uno de los mejores autores de la segunda mitad del pasado siglo, ni Julien Gracq, el más reputado escritor francés contemporáneo. Gracq lo anota en sus cuadernos; no así, mi querido Ángel, cuyas impresiones escuché personalmente.

Cernuda despierta la primera de sus mañanas eotas en el desaparecido Hotel Guerra, a la derecha de la entrada cuesta del pueblo, oyendo a lo lejos la «Sonata a Kreutzer» de Bethoven. Semejante frase del relato es símbolo del ambiente cultural castropolense de antaño. La ilustrada familia Loriente y la Biblioteca Circulante hacían conmemoraciones del «Sordo genial», como solía decir Fernando Argenta en sus radiofónicos «Clásicos populares», tristemente finalizados. Lástima que la Asociación Asturgalaica de Amigos del País, que prepara para pronto los números 4 y 5 de su revista «Campo del Tablado», atraviese momentánea inactividad pues pasa este aniversario de Cernuda sin el debido recuerdo a su huella asturiana.

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