El mensaje importa menos que el mensajero. El equipo del Dr. Alex Pentland diseñó, en el MIT, una plataforma tecnológica que permite medir lo que llaman «señales honestas»; pistas del lenguaje no verbal que utilizamos para coordinarnos, para tomar decisiones en grupo (gestos, expresiones faciales o el tono de voz) que tienen la capacidad de cambiar el estado anímico, mental o el comportamiento del receptor.

Pentland probó sus herramientas anticipando los ganadores del concurso norteamericano de planes de negocio «Innovate 2010». Predijo, con un 87% de acierto, los resultados de la votación de la audiencia sin tener la más mínima idea del contenido de las presentaciones. ¡Sorpresa! El éxito en este tipo de competiciones no guarda apenas relación con la calidad de los proyectos.

No tenemos conocimiento de que se usase esa tecnología en los distintos parlamentos, para descubrir a aquellos políticos que emiten «señales honestas». Entre otras razones porque el duro entrenamiento al que se someten falsearía los resultados, ya que la mentira o la exageración forman parte de la vida política actual. Sin embargo, las emociones nacen en la amígdala del cerebro, se reflejan en el rostro humano y transmitimos información sobre nosotros mismos de forma automática.

¿Son los políticos mentirosos natos? Convincentes en sus discursos, la facilidad para la oratoria y el debate público son sus principales herramientas. Con ellas sobreviven a comprometidas preguntas en las conferencias de prensa y en la contienda parlamentaria o municipal. Su talento es útil tanto para el engaño cotidiano como para la mentira de Estado; como para el futbolista dar patadas a un balón, convencer forma parte de su negocio.

Año 1962. Imaginen la reunión del presidente Kennedy con Gromyko, el ministro de Asuntos Exteriores soviético. En el despacho Oval, éste aseguraba con firmeza y naturalidad que no había misiles en Cuba. Kennedy tenía en el cajón de su escritorio las fotos que lo probaban y, sin embargo, prefirió callar para ganar cuatro días y preparar el bloqueo a la isla. Esa «distendida» y conjunta rueda de prensa en la Casa Blanca pasará a la historia como la madre de todas las mentiras (con permiso de las armas de destrucción masiva).

Hay culturas, como la española, más tolerantes al engaño, incluido el del político. Es más habitual si cabe, en la vida administrativa, donde gastamos otro trascendental recurso: la exageración. Añadiría: tan criticable como imprescindible si quieres llevar a cabo cualquier proyecto. Se promete que se cumplirá un objetivo, un plazo o un presupuesto, porque lo importante es entrar, licitar o aparecer. Luego vendrá el problema de cumplir con modificaciones de presupuestos o de contratos inverosímiles.

Parece que no es posible el éxito sin la exageración. Forma parte de los riesgos que asume la alta dirección. ¿Recuerdan la explosión en el despegue del «Challenger», en 1986? Ante las bajas temperaturas nocturnas los ingenieros habían advertido al director de propulsión de la NASA del alto riesgo existente, pues las juntas de goma podían estar dañadas. La comisión de investigación, que exculpó del desastre al director de despegues, lo enmarcó en la presión habitual que soportan los directivos públicos: exagerar los bajos costes de la lanzadera, exagerar la frecuencia con la que podía despegar, exagerar lo segura que sería o los grandes avances científicos que podría impulsar? La comisión entendió que para conseguir el proyecto, la NASA usó (abusó) del recurso a la exageración avalando como comprensible ese comportamiento. Uno de los riesgos de pensar como un directivo en vez de como un ingeniero.

Decidir es un proceso complejo. Últimamente se habla mucho de neuroeconomía, una combinación de neurociencia, economía y psicología para estudiar el proceso de elección de los individuos. Alan G. Sanfey, de la Universidad de Arizona, es autor de un interesante estudio realizado en 2003. Así, los participantes son distribuidos en parejas, donde uno de ellos recibe una cantidad de dinero dejándole libertad para decidir cuánto ceder a su compañero. Éste, conocedor del total distribuido, podría considerar el regalo como justo o injusto y, en su caso, rechazar la oferta, con lo que ambos perderían el dinero.

La decisión óptima del segundo jugador, si fuera un «homo economicus», no puede ser otra que aceptar cualquier oferta, por baja que fuese, pues siempre gana algo. Sin embargo, el sentido de la equidad y de la justicia mostró que muchos segundos jugadores preferían no obtener ningún beneficio antes que aceptar una oferta que considerasen injusta, inferior al 20% o 30%. Esto explica cómo muchos huelguistas, en una dura negociación salarial, prefieren echar a la ruina su empresa, pero también a ellos mismos. En política encontramos múltiples ejemplos todos los días.