A ver si la versión hispana del tea party logra la disolución de la Real Academia Española, un club de cooptados -que pagamos los demás sí o sí- tan soberbios como para atreverse a decir cómo deben hablar y escribir 500 millones de personas.

Peor aún, como en la sociedad mediática hay que estar constantemente en el candelero, cada poco se inventan cambios entre cómicos, ridículos y pretenciosos.

Ni ven siquiera que los propios cambios niegan la mayor, las normas ortográficas -y demás ortos-, al admitir variaciones sucesivas. Es elemental, nunca nos bañamos en el mismo río.

Las modificaciones se producen al margen de la Academia, que viene después con su retórica impedimenta a sancionar lo ya consagrado socialmente. Y es que el idioma, señores, es de los hablantes y ustedes mejor que nadie deberían saberlo -o deberían de saberlo, ¿cómo lo escribo?-, así que cada cual, en uso de su sagrada libertad, puede escribir como le dé la gana. Los resultados juzgarán. Ojo, sin descartar paradojas: si le envío una carta a Zapatero con ortografía creativa pidiendo no sé qué seguro que me lo concede.

El último paquete de intromisiones de los inmortales -así se autocalifican: menudo rostro- incluye el cambio de denominación de la letra y. En lo sucesivo, porque ellos lo ordenan, se denominará ye y no i griega.

Como viven en los pronombres -encerrados en los muros de la docta casa- no han reparado en mil repercusiones. Por ejemplo:

El cromosoma Y, tan masculino él, hay que rebautizarlo como ye. Así que los varones tenemos cromosomas equis y ye. De coña.

Y el eje de ordenadas pasa a convertirse en ye. Pobre Descartes.

Ah, y la autopista medular asturiana, la ye: así empatan con la Academia de la Llingua.

(Para la terapia de esta semana se recomienda vivamente «Apariciones», de Ligetti).