Se habla mucho ahora del «derecho al olvido» que se va a incorporar a la tabla de derechos que viene de la Revolución Francesa. Junto a la libertad de expresión o de creencias religiosas, el derecho al olvido parece a punto de ser entronizado en las cartas magnas, que es como los redichos llaman a las constituciones. Tal necesidad ha surgido en relación con ese gran pantano de información que es internet, donde quien cae -y caemos casi todos- ya no puede salir nunca más. Los especialistas lo conectan con el derecho a la intimidad y con el anonimato que propicia la red donde se puede tirar la piedra y esconder la mano a placer y gusto.

El asunto tiene sus entretelas. Porque cuando tratamos el derecho al olvido ¿de qué hablamos? Parece que, en efecto, del derecho a que lo olviden a uno y lo dejen en paz. El lenguaje popular lo resume en una frase bien expresiva: «olvídame» se suele decir a un prójimo para indicarle de manera tajante que «no me sigas dando la brasa, colega». Éste es un olvido que, si cursa con éxito, tiene efecto liberador.

Pero a veces el olvido es lo que menos se desea. Cuando de un escritor se dice que su obra «ha caído en el olvido» es que ya nadie lo lee y un velo profundo se cierne sobre sus libros y sus creaciones. Se mueve en la oscuridad de la historia que es un lugar tenebroso y donde se bebe la muerte y se aprenden todos sus trucos. Lo mismo ocurre con los compositores: J. S. Bach, con ser J. S. Bach, cayó «en el olvido» después de su muerte y nadie se ocupaba de sus sinfonías ni de sus cantatas hasta que en el siglo XIX vino Felix Mendelssohn y nos lo trajo a la memoria. Fue rescatado del olvido, con mucho contento de quienes gustamos de su obra.

Hay autores que, para conjurar el olvido, escriben sus memorias, que es una forma de llamar la atención para evitar la desmemoria, pero con todo no siempre lo consiguen, pues este género literario también incluye obras que caen en el olvido. La publicación de las cartas o de los diarios es otra manera de expresar la pretensión que muchos humanos sienten de no desvanecerse en el trajín de los sucesos y de la vida. Y hay también quien, rizando el rizo , escribe sus «Antimemorias», como André Malraux, que fue un magnífico comerciante.

Los fantasmas son quienes más empeño ponen en maquinar contra el olvido. Lo que pasa es que fantasmas ya quedan pocos, pues eran propios de los castillos y palacios y ahora con la burbuja inmobiliaria estas mansiones han desaparecido. Una vivienda de protección oficial de sesenta metros cuadrados no tiene sitio para un fantasma ni tampoco sería, todo hay que decirlo, un lugar digno para personajes tan literarios y caballerosos.

A veces se utiliza este asunto que estoy intentando esclarecer como amenaza. Así ocurre cuando los familiares de un difunto hacen grabar en su lápida del cementerio «tu mujer, tu cuñado y tus primos no te olvidan». Maldita la gracia que le puede hacer al resto mortal sacramentado un desafío tan estable, ya que podía estar deseando que lo olvidaran y lo dejaran en paz, en la famosa paz de los cementerios. No tengo la menor duda de que muchos cadáveres amenazados de esta suerte, si pudieran, contestarían: «Si alguna ventaja encuentro a mi nueva situación, es justamente la de olvidaros, esposa odiosa, cuñado petulante y primos cursis».