En casa nunca hubo mascotas, bichos sí; algún lagarto, ranas y culebras, cobayas y ardillas, aunque nunca pájaros enjaulados, ni perros ni gatos. Un día, no recuerdo cuándo pero hará ya unos siete u ocho años, conocí a «Yumper», que habitaba por temporadas en la vivienda de algunos de mis mejores amigos. Sus ladridos y algarabías cuando llegaba solían cogerme de sorpresa e inicialmente no me hacían mucha gracia, pero pronto consiguieron halagarme.

Confieso que mi relación con los perros experimentó auténticos altibajos a lo largo de mi vida, desde las mayores osadías juveniles como jugar con mastines encontrados por el monte entre rebaños de ovejas hasta la más superlativa de las fobias, temiendo su presencia en casas, calles, montañas y caminos, y evitándolos en cualquier caso. Hubo algún momento en que me sentía más a gusto y tranquilo escuchando el cercano aullido de los lobos que oyendo unos ladridos caninos por lejanos que ellos fueran.

«Yumper» nació en Olloniego y parece ser que sobrevivió por una suerte de discriminación positiva; el niño que lo eligió, Cristian, lo hizo porque era negro (sus hermanos multicolores corrieron la suerte de las aldeas y viajaron -creo- Nalón abajo). Poco a poco fui acostumbrándome a pasear con «el mi perrín» y me reveló todo un mundo de conocimientos y sensaciones que a mí se me escapaba por completo. Una lectura pausada de lo que se viene calificando como una novela menor de Paul Auster, «Tombuctú», cuyo protagonista es un perro callejero -Mister Bones- compañero de fatigas de Willy G. Christmas -un trotamundos enfermo de muerte- y que tras quedar solo en el mundo vive todo tipo de fortunas e infortunios en casas ajenas, hasta que decide ir a reunirse con Willy lanzándose a cruzar el río de luces -la autopista- en el que tantas veces jugaban a sortear coches, supuso el final de mi formación teórica para integrarme plenamente en el mundo de los perros libres y algo gamberretes, pero nunca pendencieros.

Si un animal de pequeño tamaño es capaz de recorrer una parte de una ciudad como Oviedo, cruzando por los pasos de cebra, esperando a que algún humano lo hiciera, o pasear días o noches enteras en una urbanización recorriendo parques y jardines practicando su mayor afición, olfatear y marcar todo, o salir por sus pueblos de montaña preferidos -Caunedo y Villandio- sin abandonar el núcleo urbano, eso sí, escondiéndose en matojos y bardiales para hacer sus necesidades fisiológicas mayores -nunca en aceras ni calzadas-, parece desvelar una especie de inteligencia preclara y cuando menos un extraño sentido del pudor en un animal por doméstico que fuera.

Si a esto le unimos sus capacidades para plantear juegos de escondite para con su olfato descubrir prendas (cacahuetes sobre todo) o de persuasión para que le arrojáramos todo tipo de palos o pedruscos al agua para demostrar su gran capacidad de nadar e incluso de bucear hasta lugares que le cubrían una o dos veces, para extraer la piedra arrojada e incluso alguna de mayor tamaño. Y si encima el mundo canino nunca le llamó mucho la atención salvo en algunos casos de celo callejero (aunque nunca se peleaba) o cuando perseguía a las grandes mastinas somedanas con revoltosas intenciones a pesar de ser más pequeño que la cabeza de ellas, y si sabía esperar todos los viernes en el hall del piso familiar a que sonara el timbre que anunciaba el viaje del fin de semana, y si era capaz de permanecer horas y horas al lado de cualquier mesa con comida (por baja que esta fuera) sin tocar nada que no se le diera, y si era capaz de ladrar ante una toalla para que alguien le secara después de un día entero de saltar las olas en playas solitarias, y si podía esperar pacientemente dentro de un coche o sentado a la puerta de un comercio, y si era capaz de salir a pasear con niños, con aire resignado pero sin protestar dada esa tendencia que tienen los infantes a llevar a los perros amarrados, y si muchísimo más pero, sobre todo, si casi toda su formación fue autodidacta, entiéndanme que creo que estamos ante un extraño ser canino como seguramente habrá muchos más.

Por cierto, cuando en Asturias comenzaron a abundar esos perritos escoceses blancos conocidos popularmente como westies y ante la enésima vez que alguien preguntaba por la raza de mi acompañante, no pude menos que responder: «Se trata de un genuino asturian street black water's, y de Olloniego», para espanto de la refinada dama que portaba su can amarrado y ridículamente vestido y a quien «Yumper»» miraba por encima del hombro, mientras el otro gruñía envidiando la libertad.

El pasado día 15, cercano a cumplir los 18 años, el perrín dejó de ladrar en brazos de su jefa de manada y con la ayuda de un ángel de la veterinaria. Yo fui testigo de sus últimos, tranquilos y pausados latidos; unas horas antes aún jugábamos a alguno de sus juegos preferidos.

Créanme y no se confundan, los perros son perros, no son humanos y pienso que tan siquiera amigos a pesar de lo manido del dicho popular. Pero sí son compañeros de correrías, cómplices de juegos, cachorros de las manadas humanas y, en general, seres dignos de confianza capaces de proyectar sus sentimientos a su manera y que podemos percibir como afecto, igual que ellos seguramente aprecian el nuestro. A quienes no han tenido la suerte de conocer a nuestro asturian street de Olloniego, a quienes no hayan profundizado en este mundo de complicidades que nos ofrece la zoología, les recomiendo que lean la ficticia vida de Mr. Bones; a quienes sí conocieron a «Yumper» -perro en régimen de multipropiedad-, sugerirles que le recuerden en su particular Tombuctú.