Nadie imagina que la prensa cuché entregue sus páginas inmaculadas a marquesas o celebridades filipinas desnudas. Pues bien, todavía sería más impensable que las protagonistas fueran fotografiadas sin la cara redecorada, tras recibir la inyección de la familia de venenos agrupados bajo el nombre comercial de botox. Sin estos ingredientes no hay reportaje. Dado el poder contagioso del mundo rosa, la obligatoriedad de la reforma facial se extenderá a interacciones sociales más irrelevantes. A nadie se le ocurrirá solicitar un empleo sin esos pómulos, sería como presentarse a la entrevista de trabajo en calzoncillos.

Has de llevar la cara al descubierto, aunque no sea la tuya. La asociación de cirujanos estéticos e inyectadores de botox se ha opuesto radicalmente al burka por motivos fáciles de imaginar, pero preferirían esa prenda a un rostro virgen de bisturí. Lo natural es peor que una ofensa, es una rendición. En el mundo feliz, la edad no pasará por encima de los seres humanos, será enterrada en las calderas de las vísceras. Nadie volverá a cumplir 60 años, aunque fallezca a los 120. La nariz de Sharon Stone, recreada en millones de rostros, sufrirá una extinción masiva.

La industria informática instauró el dogma de un ordenador por alumno, con objeto de sojuzgar a los clientes desde la infancia más tierna. Para reformarse el rostro, la edad de 14 años puede ser demasiado tarde. Las pioneras -porque en un principio se trataba fundamentalmente de mujeres- sufrieron agravios por atreverse a desafiar la erosión epidérmica. Ahora contemplarán el consenso estético global desde la nostalgia.

Los alérgicos a la inyección compartirán el ostracismo de los fumadores. Se les solicitará discretamente que no accedan al edificio o que se limiten a comunicarse por teléfono, para no espantar con su desaliño conformista a quienes han plantado cara, literalmente, al envejecimiento. Y así las madres se confundirán con sus hijas, que a su vez se han mimetizado en sus nietas. Las ciencias retroceden que es una barbaridad.