La señora Carmen Lomana es, según leo en una entrevista que concede a este periódico, «uno de los personajes catódicos más pujantes del momento», conocida en «los selectos círculos de la nueva jet set», «todo un animal mediático» y autora de «Los diez mandamientos de la mujer 11», quieran decir todas estas cosas lo que quieran decir, que yo lo ignoro. Aunque no tengo el gusto, parece que presentó un programa en la tele en el que enseñaba a un grupo de montaraces jóvenes que la pala del pescado no debe usarse para comer la sopa y que no resulta aconsejable calzar esquíes si se hubiera de bailar el vals, amén de mil cosas instructivas del mismo jaez que transformaron a aquellos rústicos chavales en émulos de Beau Brummel, más pintureros que un San Luis. Habida cuenta, pues, de todos estos indudables méritos, la señora Lomana, al ser preguntada acerca de que si fuera ministra, qué ministra sería, responde sin dudar y con razón: «Ministra de Cultura».

Una de las cosas que más me mortifica es no haber votado a favor de cierta moción que en el claustro de profesores de mi instituto, cuando se dirimía con qué nombre bautizar al centro, propuso llamarlo «Tita Cervera». Ganó el de «Instituto Número 1», craso error, pues, ¿qué donaciones no nos hubiesen sobrevenido, con cuántas dádivas no habríamos contado, qué lustre y esplendor no nos adornarían si entonces hubiésemos elegido el hipocorístico y el apellido de la hoy baronesa Thyssen? Es más, no saldríamos del «Pronto» y del «Semana», sin contar las radios y las teles, con lo que la matrícula de alumnos batiría récords y seríamos los amos de la Enseñanza Secundaria.

Por ello, piénsenlo bien quienes sobre estos asuntos deben pensar, pues la señora Lomana muestra su disposición, y quién sabe si su disponibilidad, para sacrificarse en beneficio del bien común a través de la silla poltrona ministerial de Cultura. Será preciso acallar a los elitistas de costumbre que, presos de la envidia, argüirán que doña Carmen carece de méritos intelectuales al respecto. Nada más lejos de la realidad. Cuando un servidor ocupaba un cargo de responsabilidad cultural en la preautonomía asturiana se vio obligado a acompañar a cierto ministro que quedó prendado, en la catedral ovetense, de la recién restaurada sillería del coro. «¡Qué sillas más hermosas!», exclamó. Pero me puso en un brete al interrogarme luego: «¿Y en qué parte de la basílica se situaba la sillería del coro originariamente?», porque hay que ser muy hombre, un hombre de una pieza, para responderle a un ministro que era costumbre que las sillerías del coro estuviesen situadas, más que nada, en el coro.

De modo que dé un paso al frente quien lo tiene que dar y nómbrese, con mi entusiasta aplauso, a la señora Lomana ministra de Cultura. Ahora que la gastronomía papanatas, el diseño de ropa imposible o de envases o de cualquier gilipollez son considerados tan bienes culturales como una suite de Bach o la Capilla Sixtina; ahora que al espectáculo más mamarracho se le llama «intervención cultural»; ahora que toda la cultura se ha reducido a feria danzante televisiva, ¿quién mejor que la señora Lomana para ministrar ese submundo?