Las explotaciones mineras y la siderurgia iniciadas en Asturias en siglo XIX convivieron con la economía tradicional agrícola y ganadera hasta mediados del pasado siglo, comenzando entonces un rápido declive del campo, abandonando tanto los recursos naturales como el secular patrimonio acumulado. Hablar ahora de suficiencia o de soberanía alimentaria parece que es asunto de otros, que no nos afecta. Pero si concretamos esta (in)suficiencia en algo tan próximo y singular, tan asturiano, como son las manzanas y la sidra, seguramente sea más fácil de entender.

La cornisa cantábrica es muy rica en la diversidad varietal de manzanos, correspondiendo a Asturias liderar las dos grandes especies, la silvestre y la doméstica, cultivada ésta desde muy antiguo. Hasta mediados del pasado siglo era la mayor productora de la Península, pero, como consecuencia de un determinado modelo económico, se producen el abandono del campo, el envejecimiento de las pomaradas tradicionales, poniendo en grave peligro las variedades existentes. En un intento de salvar este acerbo genético, el Serida (Servicio Regional de Investigación y Desarrollo Agroalimentario), según recogen E. Dapena y M. D. Blázquez en el libro «Descripción de las variedades de manzana», incorporó al Banco de Germoplasma de Manzano nada menos que 424 variedades locales que, junto con el resto de las entradas, suman 800 variedades, siendo así la mayor colección existente en el Estado. Galicia, por ejemplo, cuenta con 407 variedades; la Universidad Pública de Navarra, 282, y la Universidad de Lérida, 113.

En Asturias sólo hay destinadas a la producción de manzanas 5.832 hectáreas, casi todas para sidra. El 86% son plantaciones tradicionales y sólo el 14% son cultivos realizados conforme a las nuevas técnicas de eje vertical. Para mayor complicación, resulta que la producción es de alternancia bienal (vecería), de tal modo que en los años impares la producción es de unos 45 millones de kilogramos y en los años pares sólo de unos 11 millones, resultando una producción media de 28 millones de kilos al año, con un rendimiento de 4.800 kilos por hectárea, un resultado tan significativo como pobre.

La producción anual de sidra alcanza los 45 millones de litros, para los que serán necesarios cerca de 70 millones de kilogramos de manzana; de modo que es necesario importar el 60% y casi la totalidad de la manzana de mesa. El contrasentido es que sucede todo ello en la comunidad que pretende liderar la producción de sidra, tanto en cantidad como en la calidad de sus distintas modalidades: la tradicional (la de escanciar), la de nueva expresión (para servir como un vino) y la espumosa (similar al cava). La sidra referida a estas tres modalidades pero con Denominación de Origen Protegida (DOP), sólo representa el 2,5% y ha de ser elaborada con 22 variedades de manzana autóctona con una producción media de 1.741 toneladas, de las que se han obtenido 1.314.000 litros.

Las causas son bien sencillas, aunque nada razonable lo explique. La escasa producción de la manzana no es una excepción, similar suerte corren otros productos agrícolas. Desde 1985, los cereales (incluido el maíz) cultivados en 7.149 hectáreas, pasaron a 452 hectáreas en 2008; la judía, de 3.593 hectáreas se redujo a 920 y la patata, de 7.191 hectáreas se ha quedado sólo en 2.000 hectáreas.

Las consecuencias, causa y efecto, son inmediatas, la despoblación. En 68 municipios de los 78 existentes, 1.132 localidades tienen cinco o menos de cinco habitantes y otras 627 localidades han sido totalmente abandonadas, como si todo su patrimonio material, y también cultural, no tuviera ningún valor y además estuviéramos sobrados de ambos recursos, cubierta la soberanía alimentaria y en pleno empleo.

El Estado, el Gobierno, es el responsable de coordinar y de encauzar bienes y recursos de modo tal que su utilización y provecho maximice el bienestar de los ciudadanos, no otra cosa ni otros intereses. Pero sucede todo lo contrario: no importa que el campo quede baldío y que una comunidad evidentemente agrícola haya de importar la mayoría de los productos agrarios e, incluso, los productos cárnicos. El resultado neto son 81.000 parados, la emigración de la juventud y unas expectativas cada vez más inciertas. No importa que la sidra, la bebida tradicional, proceda de cultivos de manzana ubicados a cientos o a miles de kilómetros, lo mismo que la judía (la de la fabada) cuya superficie de cultivo se quedó tan sólo en 920 hectáreas, en el 26% de las que había en 1985.

La política económica del Gobierno ha estado y sigue implicada al lado de la elite económica, se ha volcado hacia las grandes inversiones, con facilidades crediticias y apaños fiscales de todo tipo en favor de las multinacionales y de negocios o sectores cercanos al movimiento de capitales que han acaparado la totalidad de los recursos disponibles, sin que por otra parte hayan creado empleo significativo y duradero. En estas condiciones, los rendimientos obtenidos por estas minorías han sido muy sustanciosos, con el agravante de que las plusvalías se han ido a lejanos domicilios fiscales.

Esta política económica de atenciones y facilidades a las empresas tan intensivas en capital como tan poco creadoras de empleo (aunque tengan cientos o miles de trabajadores), no sólo pasó por alto a las explotaciones agrarias, sino que les impusieron un modelo y un ritmo imposible de mantener. La capacidad de maniobra del sector agrario, del sector primario, ha quedado limitada básicamente al fruto del trabajo, ni siquiera han podido participar en la comercialización ni en la distribución de sus productos.

El campo es también víctima de la burbuja inmobiliaria porque las recalificaciones, o la esperanza de que las haya, se han convertido en el motor de la economía, en la principal fuente de plusvalía, de modo que por el hecho de que sea edificable su precio se multiplica por dos dígitos. Con este modelo no hay ni puede haber cultivo, ni siquiera industria, que pueda proporcionar esos rendimientos. Así, miles de hectáreas edificables a un ciento de euros el metro cuadrado y otras muchas de usos agrarios con la esperanza, fundada o infundada, de la recalificación, quedan invalidadas para usos agrícolas porque no es posible rentabilizar ningún tipo de cultivo cuando se espera que gratuitamente se multiplique el valor del suelo. En realidad, nadie ha prohibido sembrar ni cultivar; pero, dadas las expectativas, como si se hubiera prohibido.

El círculo sobre el campo se cierra, por un lado, con la multiplicación de las grandes superficies y de los mayoristas que acaparan el mercado y, por otro, con la deslocalización de los servicios básicos, sociales y culturales, al tiempo que se presiona con unas cargas fiscales desproporcionadas y disparatadas si se compara con los beneficios de los grandes negocios e industrias que gozan de tantas facilidades crediticias y fiscales.

Lo que está en crisis no sólo es el modelo económico, sino también el modo de gobernar, los recortes sociales son el precio que hemos de pagar por ambos. La ruina que nos sigue amenazando lo es a pesar de la abundancia de medios y recursos ociosos.