Parafraseando a la película «Wall Street 2», diríase que «la corrupción nunca duerme». La cuestión radica en averiguar qué la mantiene despierta o en términos matemáticos, si es posible encontrar una fórmula que explique tan pernicioso fenómeno. Me atrevo a aventurar que la ecuación de la corrupción se enunciaría así: K=(I+N)xC.

Donde «K» es la corrupción; «I», la inmoralidad del sujeto; «N» son las normas jurídicas imperfectas; y «C», el contexto político degradado.

En otras palabras, es corrupto quien puede (las normas jurídicas sobre controles tienen agujeros como el queso gruyère), si además quiere (las normas morales no lo frenan para abusar de los dineros públicos) y si recibe el estímulo de un contexto político relajado. En consecuencia, para evitar el resultado de la corrupción habría que actuar sobre los parámetros que la incrementan.

El factor moral se escapa a las medidas públicas por ser la resultante de la educación familiar, experiencias personales, educación y religiosidad, de manera que ahí el Derecho poco puede hacer.

En cambio, las normas jurídicas admiten mayor calidad técnica y mayor grado de efectividad en cuanto a controles de la legalidad de las decisiones públicas, particularmente en el ámbito de la contratación. El problema brota cuando leyes cándidas «en nombre de la madre eficacia» relajan los controles de los procedimientos administrativos propiciando figuras de doble uso, como el procedimiento de urgencia, procedimiento negociado, contratos menores, etcétera. Y digo de doble uso, porque, según quién las utilice, actúan como los medicamentos, capaces de salvar al paciente si se usan moderadamente o matarlos si se abusa de ellos.

Pero «un agujero no hace granero», de manera que «la ocasión» para la corrupción cuenta con la complicidad de otras normas cojitrancas. Por ejemplo, si el legislador (o el Ejecutivo) confía la responsabilidad máxima del uso de tales técnicas a funcionarios leales al «todo vale» (altos cargos, eventuales, funcionarios de libre designación); si la norma es tolerante en cuanto a regalos y compadreo entre proveedores y políticos; o si la normativa contable y presupuestaria no contempla controles de los destinatarios reales de los pagos públicos.

El empuje para sucumbir a la «tentación» vendrá dado por el contexto de relajo en la moralidad del sector público (altos cargos frívolos que toman decisiones frívolas), que a los ojos del potencialmente corrupto puede proporcionarle para su fuero interno la coartada sociopolítica para comenzar su escalada en la corrupción contractual. Y es que el corrupto no nace, sino que se hace, y además crece siguiendo varios escalones descritos en un imaginario «Manual del corrupto».

El primer escalón se sube el día en que un contrato es adjudicado por urgencia o directamente a un determinado proveedor, salvando el escollo de la falta de consignación presupuestaria o de trámites burocráticos, para conseguir una apremiante meta del programa electoral o rentabilizar políticamente una decisión. Las normas no entienden de urgencias en las inauguraciones de edificios o puesta en marcha de servicios públicos, y por eso, la autoridad de turno se siente con fuerza para saltárselas si no la frena el funcionario de turno, tarea muy difícil por la distinta situación jerárquica de ambos, como la asumida por Sancho para hacer desistir a Don Quijote de emprenderla con los molinos.

El segundo escalón se salva cuando el político o alto funcionario corrupto se percata con ronroneo gatuno de que, si una vez atravesó la línea roja y no pasó nada, podrá seguir utilizándola y convertir la excepción en pauta normal.

Al tercer escalón se asciende cuando se produce la magia del encuentro de dos tendencias. La del político que quiere soluciones rápidas sin importarle las normas (y descubre que «no pasa nada»), y la del empresario sin escrúpulos que como el genio de Aladino da respuesta instantánea a sus deseos.

El cuarto escalón es el de la consolidación de las estructuras de decisión paralelas, donde todos juegan con la pólvora del rey y donde la puerta de emergencia excepcional de un contrato «fuera de ley» se convierte en una puerta giratoria habitual. El empresario surte al político y el político se deja querer por el empresario, sirviendo de puente el alto funcionario, que también saca tajada.

Por ello, mientras se mantenga ese desprecio por las normas de control (tildadas de enemigas de la eficacia) y mientras no se consiga la plena ejemplaridad en la clase política, me temo que la corrupción seguirá existiendo, e incluso para el ciudadano podría ofrecerse otra ecuación que explique su impresión ante la corrupción en los siguientes términos: «CR» (corrupción real)- «CND» (corrupción no denunciada) - «CNP» (corrupción denunciada y no probada) - «CP» (corrupción prescrita) = «K» (cachondeo).