Un ciudadano contando desde un blog un acontecimiento de relieve no es un periodista, igual que por el hecho de pillar in fraganti al asesino nadie se convierte en juez, ni cualquiera puede tenerse por policía al retener a un raterillo. Será un testigo excepcional y valiosísimo pero eso no permite atribuirle la categoría de informador en el sentido profesional que cabe asociar al término: el de un mediador que narra, ordena y analiza unos hechos para que el público se conmueva, los tamice con sus valores y los interprete para entender un poco mejor el mundo en el que está viviendo.

El oficio de periodista se enseña en las facultades pero se aprende en las redacciones, ese espacio donde conviven, del día a la noche y de la noche al día, profesionales que trabajan con un material sensible. En las redacciones, la experiencia y el conocimiento de unos ayuda a desarrollar y engrandecer el conocimiento y la experiencia de otros, un imposible en internet o la red social. Hay un dicho arraigado en la cultura de la redacción, heredado por transmisión oral desde hace generaciones, que sentencia: «En caso de duda, haz periodismo». Hacer periodismo es narrar sin parcialidad, con fidelidad, independencia, rigor y amenidad lo que ocurre. Hoy podría remedarse: «En tiempos de dudas, haz buen periodismo».

La jornada de reflexión y debate sobre la sociedad de la información, auspiciada por la Asociación de Editores de Diarios Españoles (AEDE) y la empresa Telefónica, que se celebró el lunes en LA NUEVA ESPAÑA, lo puso de manifiesto. «Ninguna profesión, por noble que sea, se libra de los idiotismos morales», sostenía Diderot. Igual que los utópicos que atacan al capitalismo sueñan con liquidar a los intermediarios -no confundir con los especuladores-, el idiotismo de la era digital en que nos hallamos inmersos consiste en acabar con el mensajero. Es la ingenua fantasía que extiende una creencia errónea: la de que la red supone la democratización total por sus facilidades para posibilitar la participación, la inmediatez, el acceso sin restricciones y la libertad absoluta.

En su afán por domesticar a las masas conviene al poder que esta ilusión incube. Fomentar el amateurismo, tanto falso periodismo como pulula por la web, atomiza la capacidad de control y la entorpece, lo que hace más cómoda la vida del gobernante. Opacidad consiste tanto en vedar cosas como en camuflarlas en un tsunami de datos. Como señala el filósofo Daniel Innerarity, «la democracia hoy está más empobrecida por los discursos que no dicen nada que por el ocultamiento expreso de información».

La sobreinformación, hábilmente manipulada, es la falacia de internet. Una borrachera de papeles no garantiza que la ciudadanía comprenda lo que pasa ni que brille la transparencia. Tener datos al alcance no basta: se precisa alguien que los sitúe en su contexto, los ensamble, les dé sentido al relacionar hechos presentes y pasados y pondere una valoración crítica. Ese papel corresponde al periodista. Lo conquista cultivando la credibilidad que le otorga su trabajo y su cabecera, algo que jamás asumirá un bloguero solitario. Sin mediación, léase periodismo, el mundo es menos inteligible y más ingobernable. Hace falta separar el grano de la paja, y en esa tarea son inevitables los periodistas.

Sólo los grandes diarios de referencia tienen las competencias necesarias y la capacidad para explorar las toneladas de información que se producen hoy. Lo vemos 30 años después con el golpe de Estado del 23-F, del que estos días LA NUEVA ESPAÑA ofreció numerosos testimonios inéditos, o lo vemos en los estertores del actual régimen asturiano, del que surgen síntomas inquietantes, resultado de administrar la región como una finca particular durante tres legislaturas. Anteponiendo la presunción de inocencia de los acusados, a ninguno de nuestros lectores les sonarán estas historias a chino. Hace tiempo que venimos trasladando las advertencias de funcionarios, juristas, economistas, politólogos y expertos sobre la degeneración que se percibe en algunos ámbitos del Gobierno del Principado: prima la ligereza en el gasto autonómico, el descontrol interesado en las contrataciones y el clientelismo en la política de personal. Anticiparse, orientar bien a su audiencia, es función de la mejor prensa. Justamente la que tanto desagrada a nuestros gobernantes, que prefieren unos medios dóciles controlados con recursos que proceden de los impuestos de los asturianos.

Los amigos del augurio consideran que el impacto del ágora digital en la sociedad superará al de la revolución industrial. Los fatalistas ponen hora, día y año a la muerte del papel. Aventuran pronósticos igual que podían rellenar quinielas. Concíbase internet como un nuevo medio en sí mismo o como un simple canal de distribución no será nada sin el aliento del periodismo.

Nunca todo, desde la revuelta árabe en una aldea norteafricana a las oposiciones a maestros en Asturias, estuvo a la vez tan cerca de todos e interesó a tantos. Son tiempos confusos, pero por ello propicios para el fortalecimiento del periodismo serio y riguroso, ese que ayuda a discernir una realidad poliédrica en la que los periodistas no resultan superfluos sino imprescindibles. La indignación no puede suplantar a la reflexión ni al esfuerzo por entender. Porque creemos en la bendita manía de contar lo que nos ocurre y de tratar de explicarlo, creemos también en el futuro de los periódicos y, sobre todo, en el lector. Es nuestro origen y nuestro destino: contamos a la gente lo que le pasa a la gente. Y tratamos de hacerlo con humildad. En medio de tanto ruido, en los periódicos aún queda sitio para encontrar la verdad. A ello aspira el que tiene en sus manos. En este caso, a buscar la verdad posible entre todos los asturianos de buena voluntad.