Leo en LA NUEVA ESPAÑA la noticia del conductor que asestó un puñetazo al peatón al que casi atropella con su conducta negligente. Tan lamentable incidente me recordó el remoto pero ilustrativo caso referido al periodista Jesús Amilibia, que hace poco más de veinte años, por una reyerta de tráfico en la madrileña calle de Fuencarral, acabó con sus huesos en la cárcel y su carrera profesional truncada. Y todo por un calentón del motor? emocional.

No importa la condición social ni la formación académica. El «Homo sapiens» se sienta al volante y desciende varios escalones en la escala evolutiva para convertirse en la faceta asilvestrada de John Galliano.

¿Quién no ha soportado tras su vehículo el toque de una bocina insistente pese a que el semáforo en rojo o la densidad de tráfico impide avanzar? ¿ Quién no ha sufrido a un maleducado que toma un atajo o aprovecha la maniobra de nuestro coche para hurtarnos un codiciado espacio de aparcamiento? ¿Qué decir de esos conductores con problemas de audición que nos ofrecen la música estridente y a todo volumen con las ventanillas abiertas de su coche? Y no digamos de esos solitarios conductores que a veces contemplamos farfullando o haciendo aspavientos como monos en jaula de cristal sin otra razón que su particular criterio sobre la ordenación del tráfico. No olvidemos tampoco los conductores que atraviesan ciegamente los pasos de peatones con la precipitación de los cerdos camino del cebadero.

Eso, por no hablar de la presión en las carreteras de algunos camioneros que emulan al protagonista de la clásica película de Spielberg «El diablo sobre ruedas», y que parecen intentar empujarnos mientras aterrados percibimos por el retrovisor nítidamente su radiador. O algunos conductores de furgonetas de reparto con licencia para aparcar y estorbar, así como para replicar de forma iracunda a quien se queje.

Quizás el origen de la transformación del ciudadano de bien en el irascible Hulk al volante sea debida a los problemas para llegar a fin de mes, a dar salida a las ansias de fumar, a esa molesta úlcera estomacal, a la discusión con la pareja, preocupaciones laborales u otro factor de irascibilidad. Dicen los psicólogos que los esquimales no tienen ningún término para expresar ira o cólera, ya que esa emoción no la experimentan, y por eso supongo que serán modélicos conductores de sus trineos, o lo que los sustituya.

En cambio, el español vive tiempos de crispación y su enfado está a flor de piel. Además, si en Estados Unidos el ciudadano se desahoga en un diván de psiquiatra, en España abunda quien se relaja haciendo kilómetros o proyectando su pasión hacia su coche. Empieza a ser peligroso tanto ser conductor como peatón. Por eso, en tiempos en que se limita la velocidad a 110 km/hora no estaría de más que la Administración de Tráfico verificase el cumplimiento de unas templadas condiciones psicológicas para la obtención del permiso de conducir, y así evitar que éste se convierta en una licencia de armas para quienes carecen de autocontrol y educación cívica.

Lo cierto es que al volante se alimenta una humana soberbia que dificulta asumir los propios errores. Y además la víctima del salvaje en ocasiones pierde igualmente el control actuando en una especie de «legítima defensa». De hecho, nadie está libre de mascullar un exabrupto cuando un conductor agresivo le sube la tensión.

Al final cuando un imbécil quiere su minuto de gloria desde su pequeño castillo de ruedas lo más prudente es concedérselo, porque, como siempre, el más educado y de temple más bello debe ceder para no ponerse a la altura de la bestia. París bien vale una misa, como dijo hace quinientos años el que sería Enrique IV de Francia, y la tranquilidad e integridad de la víctima bien vale hacer un ejercicio zen de autocontención hasta que algo cambie y la educación de los conductores sea algo tan natural como universal. Ignorar a los conductores agresivos y maleducados no es un acto de cobardía, sino de inteligencia, sin olvidar que nadie ha investido al común ciudadano del deber de velar policialmente por el cumplimiento de las normas de tráfico. Sólo nos faltaba.