La noticia de los aplausos cosechados recientemente por Mario Conde en el Centro Asturiano de Oviedo me evoca un juego de mesa clásico, referido a quien saliendo con buen impulso pasó de la oca de una plaza pública de gran prestigio (abogado del Estado) a otra oca de gran poder económico (banquero), para caer en la casilla de la prisión (varios turnos sin jugar) y tras varias jugadas hábiles (dos libros escritos, prédicas demagógicas televisivas, etcétera) va recuperando posiciones hacia la codiciada meta.

El caso recuerda lejanamente a Jeffrey Archer, profesor de Oxford, escritor de éxito, millonario y lord vitalicio, condenado en el año 2001 a prisión durante cuatro años por dos delitos de perjurio y otros dos de obstrucción a la justicia. Al fin y al cabo, el aristócrata escribió posteriormente un libro para rehabilitar a Judas («El Evangelio según Judas»), sobre la tesis de que su actuación no fue por codicia, sino para desplazar a Jesucristo como líder por su incapacidad para expulsar a los romanos de la patria judía. Y Mario Conde escribió posteriormente dos libros («Memorias de un preso» y «Los días de gloria») para rehabilitarse a sí mismo, sobre la tesis de que su actuación no fue por codicia, sino para salvar al pueblo de las corrupciones del poder financiero y político.

En España igual se aplaude al Dioni que a Mario Conde. Podrá haber mucha distancia entre ellos en atuendo, cultura y consideración social, pero su denominador común no es sólo la fechoría judicialmente condenada, sino que ambos van recuperando el calor popular.

Las razones de este camino hacia la redención del señor Conde son múltiples. La primera es que sus delitos han sido de guante blanco y ello aleja la humana repugnancia hacia delitos de sangre.

La segunda es que la sombra de duda generada por el condenado apunta hacia conspiraciones políticas de altísimo nivel, lo que gana la simpatía de un pueblo gravemente descreído de la clase gobernante.

La tercera vendría dada por esa benevolencia que en el hombre de bien provoca la creencia de que quienes han cumplido su condena merecen la rehabilitación y tienen derecho al olvido de su pasado.

El problema viene dado si la simpatía popular se va tejiendo sobre la base de socavar la confianza del ciudadano en la justicia. Es cierto que los jueces no son infalibles, pero en nuestro ordenamiento jurídico la justicia penal se asienta sobre una presunción de inocencia a prueba de bomba y sobre garantías judiciales sin cuento, de manera que estamos ya habituados a leer titulares de presuntos delincuentes que sufren la denominada «pena de banquillo» (esto es, la instrucción y el juicio bajo los focos mediáticos) y que finalmente son absueltos o con condenas testimoniales.

En otras palabras, están caras las condenas penales, por lo que es llamativo que consten dos condenas penales a la misma persona, por distintos delitos de gravedad (apropiación indebida, artificios contables, etcétera), y sustentadas en sentencias que han agotado todos los recursos ordinarios ante tribunales diferentes (y además contando con abogados de lujo). De un lado, la sentencia de la Audiencia Nacional del «caso Argentia-Trust», cuya condena fue rebajada por el Tribunal Supremo en 1998 a cuatro años y seis meses. Y de otro lado, la sentencia de la Audiencia Nacional del «caso Banesto», cuya condena fue elevada por el Tribunal Supremo en 2002 a 20 años de cárcel.

Por eso me parece que el beneficio de la duda ha desaparecido y que, en cambio, la versión del delincuente condenado que ahora ofrece envuelta en best seller ha de ponerse en cuarentena o, por decirlo con expresión más adecuada al caso, en libertad vigilada.

En definitiva, la teoría de la conspiración está muy bien para alcanzar la paz interior y justificarse personalmente en el entorno doméstico y familiar, e incluso uno puede llegar a creérsela después de tantas horas de cárcel o de envolverlas en una biografía con tintes hagiográficos. Lo que me preocupa es que un culpable con condena firme en un Estado de derecho, con dotes de orador y vendedor de humo, pueda convencernos de la existencia de una conjura de políticos, periodistas y empresarios que, a su vez, consiguió mover las palancas de la justicia para otra segunda conjura de fiscales y jueces, todo lo cual daría con los huesos en la cárcel de un inocente.

Y si han existido delitos económicos, pero delitos al fin y al cabo, personalmente me costaría aplaudirle, puesto que ha cosechado dos condenas penales, tengo la íntima convicción de que no ha devuelto todo lo escamoteado, y sus delitos no responden al denominado «hurto famélico» («para comer»), sino más bien a una sobredosis de ambición y soberbia.

Hemos de creer en la rehabilitación del delincuente por imperativo constitucional, e incluso en el perdón de los pecados por recomendación bíblica, pero también hemos de rechazar la adoración de becerros de oro, y arrancar el velo mediático que otorga la apariencia de víctima a quien con el Conde de Montecristo sólo posee analogía en el apelativo nobiliario.