Alcuino de York, en su esfuerzo por instruir al emperador Carlomagno, incluyó en una de sus epístolas el aforismo «la voz del pueblo es la voz de Dios», aproximadamente en el año 800. Cabe preguntarse, en todo caso, si el conocimiento de un problema por la ciudadanía, determina su solución. Enunciar un problema parece más bien la primera parte del reto. Y los años y la experiencia me dicen que las dificultades más arduas se presentan en la resolución, en el acopio de energía, oficio y conocimiento que es preciso reunir para resolver de manera certera cualquier cuestión. ¿Podemos decir lo mismo de la eficiencia discutida de los tribunales de cuentas?

«Es mejor no conocer cómo se elaboran las salchichas ni, menos aún, las leyes». La famosa frase de Bismarck representa una parte importante del problema que traigo a colación. Las democracias más eficientes, para contener la ambición ubicua de los hombres -esa que podría tildarse de enfermiza-, ingeniaron procedimientos sencillos y el más importante de ellos: la separación de poderes. Otro procedimiento no menos importante consiste en introducir una suerte de casamatas dentro del entramado institucional, los llamados tribunales de cuentas, con la misión fiscalizadora de la rendición de cuentas.

En España, esos órganos de control, tanto en la esfera nacional como autonómica -llámense sindicaturas o cámaras de cuentas- se conforman en el caldo de las mayorías parlamentarias. Ellas deciden su composición o estructura. Y para preservar con diligencia su buen desempeño, a las nobles intenciones se añade la exigencia de una probada cualificación de las personas que ejercen temporalmente las tareas directivas, llámense consejeros o síndicos. Sin embargo, con frecuencia se afirma que esta designación «política» intoxica a las instituciones.

¿La política es un ejercicio vil que mancha a quien la cultiva? Mal haremos en desconfiar de quienes ejercen responsabilidades públicas, si lo hacen bajo principios democráticos. Si se prefería un método alternativo de designación, muchos partidos políticos que hoy denuncian en público -o en privado- la politización de nuestras instituciones fiscalizadoras deberían haber optado por un diferente método de designación. Existen alternativas, como los habituales mecanismos de elección directa por parte de los ciudadanos en EE UU o México; o los más cercanos sistemas de Francia o Alemania, donde salvo el presidente de la Corte de Cuentas, las restantes magistraturas son designadas entre altos funcionarios, generalmente del propio Tribunal de Cuentas, según criterios de mérito y capacidad, como el resto de los empleados públicos. En otras palabras: nombrar de manera permanente a los encargados, en mayor o menor medida, de fiscalizar la gestión pública que, como en la Inspección de Hacienda o en la judicatura, irían ascendiendo hasta las máximas responsabilidades.

Ninguno de los sistemas es perfecto. Todos acumulan diversas dificultades y diferentes errores. Los sistemas de cooptación (la organización nombra internamente a sus propios miembros directivos, sin influencia externa) son acusados de formar una élite conservadora y formalista que vive al margen del mundo real. Podrá decirse que los catedráticos o los cardenales se eligen de esta manera, pues es conocido el sesgo de clientelismo que propician.

Por el contrario, en EE UU muchos cargos públicos son designados a través del sufragio universal de los electores, aunque -no nos engañemos- también vinculados a los partidos. Es el caso del Auditor General de New York que, por cierto, fue obligado a dimitir hace tres años y acaba de ser condenado por delitos de corrupción. Por su parte, los síndicos mexicanos son elegidos durante las elecciones municipales, junto a los concejales. Como ejemplo de la sabiduría popular, muchos ciudadanos votan al candidato de un partido para gobernar, pero en la urna de al lado votan para síndico al representante del partido rival y así tener una institución realmente motivada. Pero, estarán conmigo que no evitan la crítica de politización.

Ahora bien, nuestro actual sistema de designación ha sido decidido de manera consciente por los partidos políticos. No es una herencia histórica sino que, frente a otras opciones legítimas, son las reglas del juego que les han parecido más adecuadas.

No obstante, los constitucionalistas entienden que la politización de los órganos de control se evita poniendo «cortafuegos» preventivos; por ejemplo, mayorías parlamentarias más amplias para designar a sus componentes -mayorías que incluyan a la oposición-, rígidos sistemas de incompatibilidades, la inamovilidad durante el mandato que debe ser superior a la legislatura y una dirección colegiada que ayuda, a su modo, a la objetividad de la misión fiscalizadora.

Serán inevitables las críticas y las discrepancias del trabajo de las sindicaturas; en unos casos de orden técnico (interpretaciones de hechos o normas) y en otros de orden político (criterios de oportunidad de su actuación). Pero si los propios partidos políticos expresan críticas por supuesta ideologización o partidismo, quien falla no son los designados sino quienes les eligieron.

«No hay nada tan irremediable como la muerte y Hacienda». Concluyo con la fuerza de esta sencilla idea que popularizó un film norteamericano: la necesaria permanencia de algunas instituciones, por encima de la gestión más o menos afortunada de sus miembros. Así pues, nadie cuestionaría la legitimidad o la validez de un sistema democrático por la gestión de un determinado presidente de gobierno.